Hoy me desperté con el ruido de los altavoces gritando consignas y el claxon de los ómnibus que devolvían a sus provincias a miles de participantes en la manifestación del primero de mayo. El desfile fue anunciado durante semanas por todos los medios oficiales como “una digna respuesta a la campaña mediática” contra el gobierno cubano. En los centros laborales todos tuvieron que poner por escrito su compromiso de asistir, de no ausentarse a la cita “con la Patria”. Muchos estudiantes de pre universitario y tecnológico durmieron ayer en las escuelas para ser llevados –muy temprano– a la Plaza de la Revolución, pues nada podía quedar al azar en esta congregación por el día de los trabajadores. Curiosamente, no se vieron pancartas pidiendo mejorías salariales o criticando las radicales reducciones de personal que se suceden por estos días.
Durante toda esta jornada, he estado evocando a Baby y Pablito, que en los años anteriores agitaban sus banderitas de papel en aquel enorme complejo arquitectónico donde los seres humanos nos vemos tan pequeños, tan anónimos. Recuerdo que iban con sus pulóveres rojos y antes de salir del barrio tocaban a las puertas para que nadie pudiera evadirse de sus responsabilidades con la Revolución. Fue precisamente en la sala de su casa donde se puso aquel libro que 8 013 966 cubanos tuvieron que firmar para hacer el socialismo irreversible*. Los vendedores ilegales evitaban llamar a su puerta y los vecinos –al hablar de este matrimonio– se daban un toque con los dedos índices y del medio sobre el hombro, señal que indica en Cuba que alguien pertenece a las filas militares o al Ministerio del Interior.
Hace apenas unos meses, nos enteramos que la activa pareja emigraba hacia Estados Unidos pues se había ganado un cupo en la lotería de visas de ese país. Ella entregó el cargo de vigilancia que tenía en el CDR y él se libró del carnet del Partido Comunista en una reunión donde todos se quedaron boquiabiertos ante la noticia de la partida. Comenzaron a comprar públicamente leche y huevos en el mercado negro y unos días antes de partir regalaron parte de su ropa, incluyendo aquellos atuendos de colores intensos con que desfilaban. Subieron al avión y dejaron atrás una piel –o una máscara– que habían llevado encima largos años, pues desde Hialeah ahora siguen a la blogósfera alternativa cubana, están alarmados por lo que le ocurre a las Damas de Blanco y ya no hablan con veneración –sino con irritación– de nuestros gobernantes.
Su incondicionalidad ideológica fue tan breve como el color de las banderitas de papel que quedan en el suelo de la plaza y sobre las que cae el empecinado aguacero del primer día de mayo.
En junio de 2002 el gobierno cubano hizo firmar a la población –violando todos los requisitos que las leyes establecen para hacer un referéndum– una modificación constitucional que convertía en irreversible el sistema socialista. El argot popular y académico la llamó “la momificación constitucional”.
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