Secuencia de azoteas, avenidas y calles estrechas reproducidas con plástico y pintura. Ciudad a pequeña escala encerrada en el salón de la Maqueta de La Habana que se ubica en un local del barrio Miramar. Unos catalejos amarillos permiten recorrer con la mirada los caminos, las esquinas, las pocas elevaciones y la serpenteante costa. Los mismos lentes de aumento nos ayudan también a disfrutar de la cúpula del Capitolio vista desde arriba o de la cara oculta de El Morro. Modelo en miniatura de una urbe que desde cualquier edificio alto se muestra infinita pero que aquí está recogida en un duplicado diminuto, atrapada en los pocos metros de una mesa. Réplica sin derrumbes, sin huecos, sin manchas; una capital de cartón y atrezo que nos parece sin embargo más habitable y cómoda que la real.
La guía del peculiar museo aclara –nada más entrar– que la representación ha sido pintada con cuatro diferentes colores: marrón para las construcciones de la colonia, mostaza para lo edificado desde 1902 hasta 1959, un tono hueso sobre los edificios levantados en las últimas cinco décadas y el blanco –llamativo y lejano– vistiendo a los monumentos y a los proyectos futuros. Todos los visitantes y turistas terminan diciendo lo mismo: ¡La Habana es mostaza! Y les confirmo que sí, mientras sigo explicando un detalle aquí, un recoveco allá.
Sí, mi ciudad es mostaza, picante y ácida, condimentada por lo viejo y cada día más distante de la modernidad. Una muestra a tamaño natural, donde hay días en que uno quisiera ser –como en la Maqueta de La Habana– de plástico o de cartón para no padecer tanta ruina.
Publicado em “Generación Y”
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