“¿Qué nombre crees que deba ponerle?” me dice una amiga que tiene seis meses de embarazo y espera un varoncito. En un primer impulso, le respondo con el habitual “José” y la mueca de su cara me obliga a buscar algo menos tradicional. Paso revista entonces al amplio catálogo que incluye Mateo, Lázaro o Fabián, pero ninguno le agrada a la exigente madre. Si esta misma situación hubiera ocurrido veinte años atrás, el bebé habría cargado con una “i griega”, como muchos de los nacidos en las décadas del setenta y el ochenta. Sin embargo, la exótica moda de usar la penúltima letra del abecedario, parece haber quedado superada.
Durante varios lustros, los cubanos nombraron a sus hijos con una libertad que no lograban experimentar en otras esferas de la vida. La grisura que proyectaba el mercado racionado y el control estatal sobre nuestra existencia se esfumaba cuando se inscribía a un recién nacido en el registro civil. Los padres jugueteaban con el lenguaje y creaban verdaderos trabalenguas, como el que exhibe un famoso jugador de beisbol llamado “Vicyohandri”. A algunos, incluso, les adjudicaron la rara composición “Yesdasí”, mezcla de la palabra “sí” en inglés, ruso y español.
Afortunadamente, desde hace unos años soplan aires más calmados a la hora de nominar a un niño. Toda una generación que se había sentido nombrada como si de un experimento de laboratorio se tratara, prefiere ahora volver a la vieja usanza. Así que después de varios días, mi amiga me ha llamado para contarme su decisión: el bebé se llamará Juan Carlos. Al otro lado de la línea, yo respiro aliviada: la cordura ha regresado al acto de nombrar los hijos.
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