Hace veinte años nuestras calles comenzaron a llenarse de bicicletas y a vaciarse de autos. No era una moda para proteger el medioambiente o para ejercitar el cuerpo, sino el resultado directo del fin del subsidio soviético. Se interrumpió el suministro de petróleo a precios preferenciales llegado desde el Este, el transporte público colapsó y mi padre perdió su empleo como maquinista de trenes. Por aquellos años, trasladarse hacia al trabajo podía tardar el equivalente a media jornada laboral y frecuentemente viajábamos colgados de las puertas de los ómnibus, como racimos humanos.
Llegaron entonces sucesivos cargamentos de bicicletas desde la tierra de Deng Xiaoping y se distribuyeron entre obreros destacados y estudiantes vanguardias. Ya el premio por una meritoria faena o por la incondicionalidad ideológica no era un viaje a la RDA o la entrega del último modelo de Lada, sino un reluciente ciclo marca Forever. Aparecieron por doquier parqueos donde se protegía a los ligeros vehículos de los ladrones y mi papá abrió un taller para repararles los ponches. También surgieron innovaciones que les agregaban sillas de bebé, tráilers y cestas delanteras. Hasta las mujeres de avanzada edad, renuentes a mostrar sus piernas mientras les daban a los pedales, terminaron por adaptarse al ritmo de los tiempos.
Con la dolarización de la economía, se permitió a altos funcionarios, artistas y extranjeros residentes importar sus propios autos, mientras que los turistas podían rentar un Peugeot o un Citröen. Así las calles experimentaron nuevamente el rodar constante de los neumáticos. Las bicicletas fueron menguando porque ya no llegaban barcos cargados de ellas, las piezas de repuesto escaseaban y los cubanos se cansaron de pedalear a todos lados. Una ligera mejoría en las rutas de ómnibus ha hecho a muchos deshacerse del rodante compañero, como si estuvieran con ese gesto librándose de la crisis.
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