Junto a la telenovela brasileña, los documentales pirateados al Discovery Channel y la aburrida mesa redonda, coexiste una modalidad de reportajes televisivos émulos de la saga de “Big Brother”. En nuestra pantalla chica, vemos a ciudadanos filmados por cámaras ocultas y asistimos a la divulgación de los mensajes contenidos en sus buzones de correo electrónico, sin que para ello haya mediado la orden de un juez. Como si viviéramos en una casa de cristal inspeccionada por el ojo severo del estado, hasta la propia empresa telefónica graba las conversaciones de sus clientes y las transmite a once millones de atónitos espectadores.
La última modalidad de esta disección pública es poner a declarar a doctores que, violando la privacidad de lo dicho en una consulta –hecho tan grave como el del sacerdote que revela los secretos de confesión- hablan de los pormenores de un caso médico. Salen fotos del interior de las viviendas y de los refrigeradores de quienes han osado contravenir a la opinión oficial, mientras el paparazzi y el policía político se funden en un solo personaje muy cercano al voyeur. No me extrañaría que en algún dossier –esperando por ser sacado a la luz- aparezca el cuerpo desnudo de un inconforme, como si estar encuero fuera la prueba irrefutable de su “maldad”.
Imágenes sacadas de contexto, frases editadas y ángulos desfavorables para generar aversión en la opinión pública, son algunas de las técnicas sobre las que se construyen estos informes televisivos. En ninguno de ellos se entrevista a la “víctima”, pues así evitan que la adocenada audiencia compruebe que comparte con ella las opiniones críticas. Para mala suerte de los burdos productores de este tipo de reality show, la tecnología en manos ciudadanas ha comenzado a hacer transparentes también las paredes de sus vidas. Después de haber sido observados largamente, comprobamos ahora que hay un agujero para mirar al otro lado de la cerca.
(Publicado em “Generación Y”)
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