Llevaba una gorra encasquetada hasta las orejas, pero aún así reconocí en su rostro los rasgos del otrora vicepresidente. Carlos Lage pasó frente a mí en la intersección de las calles Infanta y Manglar, con ese andar típico del defenestrado, con esa cadencia que tiene el caído cuando ha perdido la esperanza de que lo reivindiquen. Sentí pena por él, no por verlo caminar bajo el sol cuando hasta hace poco tenía chofer, sino porque todos lo miraban con un silencio castigador, con un mohín de desquite. Una mujer pasó por mi lado y la oí decir: “El pobre, mira que tuvo que poner la cara para que al final le hicieran esto”.
Un año y medio después del despido de Carlos Lage y Felipe Pérez Roque todavía no se aclara la razón que condujo a su final político. En un gesto de inusitada discreción, el video que se les proyectó a los militantes del Partido Comunista –explicando los motivos del truene– nunca se filtró hacia las redes alternativas de información. Tampoco nos convencieron aquellas fotos en que aparecían ambos en una fiesta, tomando cerveza y sonriendo, pues si esa fuera la causa para perder el cargo no quedaría un solo ministro en su puesto y la silla presidencial estaría vacía. La frase de que tanto el canciller como el vicepresidente se habían vuelto adictos a “las mieles del poder”, escrita por Fidel Castro en una de sus reflexiones, más parecía la confesión de quien conoce bien la jalea real de un gobierno sin límites que la explicación del error cometido por otros. De manera que nos hemos quedado sin conocer qué llevó esta vez a que Saturno se comiera a sus hijos, con ese regusto de quien se está devorando la última camada, la generación que pudiera sustituirlo.
Sentí compasión por Carlos Lage al verlo con su gorra tapándose el rostro, con su paso apurado para que no lo advirtieran. Tuve el impulso de llamarlo para decirle que al expulsarlo le habían evitado el escarnio futuro y lo habían convertido en un hombre libre. Pero pasó tan de prisa por mi lado, el asfalto despedía tanto calor y aquella mujer lo miraba con tanta burla, que sólo atiné a cruzar la acera. Dejé al defenestrado con su soledad, aunque créanme que tuve ganas de acercarme y susurrarle que no estuviera triste: al botarlo en realidad lo habían salvado.
Publicado em “Generación Y”
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