Pudiste haber sido lo mismo una prostituta vendiendo sus favores que una interrogadora de la seguridad del estado. Las necesidades eran tantas que entregar tu cuerpo a cambio de un pomo de champú o unos jabones fue una probabilidad siempre cercana. Sólo que tu figura era demasiado enclenque para el canje y tenías una piel muy blanca para esos extranjeros que venían buscando el tono canela de los anuncios turísticos. Te faltó un “tantico así” para vestir el ceñido traje del intercambio de sexo por dinero y lanzarte a las afueras de un hotel en aras de sacar a la familia del apuro.
Estuviste también a punto de enfundarte un uniforme cuando al terminar noveno grado pensaste en ir a la escuela militar Camilo Cienfuegos, para escapar de una casa donde sobraban las prohibiciones y la miseria. Creíste que estabas preparada para convertirte en un soldado de labios fruncidos con tal de acceder a esos pequeños privilegios que veías disfrutar a los miembros del MINFAR y del MININT. El oportuno consejo de un amigo te hizo desistir de los gritos de “¡Firmeeee!” y del repiquetear constante de un fusil AK. Pero si aquella tarde de 1990 no hubieras escuchado la pregunta “¿Qué vas a hacer tú metida entre órdenes y trincheras?” quizás ahora estarías intimidando a alguien en una cerrada habitación de Villa Marista.
Pudiste haber sido balsera, suicida, amante de un ministro, censora o presa política, gendarme o víctima. No era posible trascender indemne aquella crisis de los años noventa que te tocó vivir, el descalabro de los valores y el escenario marginal donde habías crecido. Algo de ti se quedó en una lycra roja apostada en una esquina y en la charretera de un teniente, en esas posibles personas que pudiste ser y de las que el azar, la eventualidad y tu propio hastío te salvaron.
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