Para Dania Virgen García
El entorno del sometimiento estuvo una vez en una vieja cárcel de paredes gruesas, a la manera de la fortaleza de La Cabaña en la bahía de La Habana. Una prisión que antes había sido cuartel militar, porque tanto los soldados como los reclusos sufren de similares impedimentos para comportarse como seres libres. Unos y otros están sujetos con algún grillete, sea éste el impuesto por una sanción penal o por el poder de sus sargentos y comandantes. No sería de extrañar que José Martí en lugar de escribir “Un pueblo no se funda, General, como se manda un campamento”, hubiera hecho el símil con un presidio donde el ciudadano está a merced de sus custodios, bajo la sombra de sus cancerberos.
Ahora también tenemos prisiones modernas, con la misma arquitectura que los preuniversitarios en el campo y sin embargo igual de atávicas en sus métodos de sojuzgamiento. No exhiben gruesas rejas, pero sí tenientes que reducen la autoestima, doctores que no están cuando se les necesita y la presión de una doctrina que culpa al reo por no haberse dejado convertir en un “hombre nuevo”. En muchas cárceles cubanas se intenta quitarle a la persona el respeto por sí misma. De ahí que ésta deba convivir con sus excrecencias y compartir la de sus compañeros de celda. Las paredes de la prisión de mujeres de Manto Negro –por ejemplo– están salpicadas de lágrimas, sangre, fluidos y saliva, también hay nombres y fechas, conjuros, amenazas y promesas.
Los ladrillos de una u otra cárcel –la antigua y la moderna– han sido ubicados de forma que la libertad no se cuele a través de ellos, para que ninguna rendija deje pasar un gramo de optimismo. Los constructores las han hecho a partir de sus propias fobias, potenciando todo aquello que les produciría pavor. La sordidez de una cárcel es la cara pervertida de la justicia y quienes en nuestro país han erigido y mantienen ciertos sombríos presidios están confesando que le temen al ser humano.
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(Publicado em “Generación Y”)
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