La señora levanta el cuño y lo acerca a la hoja, para finalmente colocarlo a un lado sin haber estampado tu permiso de salida. “Usted no está autorizada a viajar” -te dice- y todos en la oficina escuchan la frase que te condena a quedarte recluida en esta Isla. En las otras mesas, los solicitantes se miran a los pies para evitar que tus ojos se topen con los de ellos buscando solidaridad. Los militares que pasan te escrutan de arriba abajo con el reproche de quien piensa “algo habrá hecho, para que no la dejen salir”.
Hasta el último minuto pensaste que a lo mejor los archivos del Ministerio del Interior no estarían tan organizados y tu historial de inconformidades no saldría a relucir. Frecuentemente especulabas que una secretaria iría por una pizza justo en el momento en que revisaba tu expediente y los tirones de su estómago la harían ponerlo –a toda velocidad– en el montoncito de los aprobados. Bien sabes del efecto que el queso derretido y la salsa de tomate puede causar en un burócrata que mira su reloj a las tres de la tarde.
Sin embargo, la opción de la negligencia estatal no funcionó esta vez. Detectaron tu caso desde que presentaste las primeras planillas para un viaje hacia el Sur. Algún jefe con rango de teniente coronel habrá sonreído al ver que finalmente estabas en sus manos. Después de creerte que podías actuar como un hombre libre, diciendo tus opiniones a viva voz y publicando artículos sin seudónimo, habías llegado al punto donde te harían sentir todos los muros, todas las rejas, todos los candados.
No tienes antecedentes penales, jamás has sido condenada por un tribunal y tus delitos más frecuentes consisten en comprar queso o leche en el mercado negro. No obstante, acabas de comprobar que sigues purgando un castigo. Tu sentencia es quedarte tras los barrotes de este archipiélago, recluida por esa franja de mar que algunos ingenuos consideran un puente y no el foso insalvable que realmente es. Nadie va a dejarte salir, porque eres una reclusa con un número pegado a la espalda, aunque creas que llevas la blusa que sacaste del armario esta mañana. Estás en el calabozo de los “peregrinos inmóviles”, en la celda de los obligados a permanecer.
Por la ventana una voz te recrimina por no haberte callado, fingido un poco… llevado la máscara para poder viajar. ¡No podrás ver la luz hasta que se eche abajo toda la cárcel!
(Publicado em “Generación Y”)
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