El X Congreso de la Asociación Nacional de Agricultores Pequeños concluyó ayer en un momento extremadamente crítico para el sector agrario cubano. Mientras en la tele transmiten las largas sesiones de una cita a puertas cerradas, en las casas la preocupación sigue siendo cómo encontrar y pagar lo que vamos a poner sobre los platos. El arroz, ese compañero diario en nuestras mesas, imprescindible para muchos y tedioso para otros, es el nuevo producto que se ha sumado a la lista de lo que escasea. En un país donde la mayoría cree que no ha comido si no ingiere al menos un par de cucharadas de esa gramínea, su ausencia se torna en motivo de desespero y alarma.
Después de tantos llamados a la eficiencia, de anunciar por todo lo alto la entrega de tierras ociosas y de salpicar los discursos con llamados a laborar en las granjas, resulta ahora que en el último año la producción agrícola cayó en un 13 % y la ganadera en un 3,1 %. Evidentemente, las consignas y las perogrulladas al estilo: “los frijoles son más importante que los cañones” o “hay que virarse para la tierra”, no terminan por convertirse en comida.
¿Qué está pasando entonces? ¿Cómo es posible que una Isla cubierta de suelos fértiles esté cargada de gente que busca ansiosa unas malangas, unos plátanos, unas yucas? ¿Por qué la carne de cerdo ha pasado a ser un manjar que sólo se puede disfrutar una o dos veces al mes, pagando por él un precio exorbitante y abusivo? ¿Cómo lograron recluir a muchas de nuestras frutas más sabrosas a las láminas del álbum de las cosas extintas? La estatalización, el control y el centralismo nos han llevado hasta aquí y temo que ahora se nos intenta sacar del bache con los mismos métodos que nos hundieron.
Las soluciones no van a venir porque desde un uniforme militar se llame al máximo sacrificio y a sembrar la tierra “por la patria”. Tampoco surgirán de un congreso dirigido por quienes hace mucho tiempo no doblan la cerviz sobre una pequeña postura ni siquiera para desyerbarla. Esperaba leer en el informe final de esta cita agrícola la voluntad de terminar realmente con todas las restricciones absurdas. Dada la gravedad de la situación alimentaria, creí que iban a dejar de satanizar y penalizar la figura del intermediario, sin el cual las cajas cargadas de tomate no llegarían al mercado. Atisbaremos la solución de la improductividad cuando informen que los campesinos pueden vender directamente todas sus mercancías a la población -pagando sus impuestos, claro que sí- pero sin pasar por el “derecho de pernada” que obtiene el Estado sobre ellas. Si no se les permite comprar libremente implementos agrícolas, decidir qué tipo de cultivo plantarán y en qué invertirán el dinero resultante de su venta, todo quedará en el papel del acta de un congreso. Otro más que pasará sin mayores efectos sobre el surco y sobre nuestros platos.
(Publicado em “Generación Y”)
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