En la esquina hay un hidrante que por las noches se convierte en el suministrador de agua de cientos de familias a la redonda. Hasta él llegan los carretilleros con sus tanques de 55 galones sobre viejas cajas de bolas que chirrían al pasar. Esperan a que el delgado chorro llene sus depósitos y retornan a casa, ayudados por los hijos que también empujan el carromato con el preciado líquido. Cada dos días, estos habitantes de Centro Habana hacen la ruta de la humedad, cansados de esperar que las tuberías de sus baños y de sus cocinas les brinden algo más que ruidos y cucarachas. Viven lo mismo en solares desvencijados que en mansiones con cenefas en las paredes y molduras en los techos. No importa el estado de la vivienda ni si es época de lluvias o de sequía, el problema subyace en el suelo, en esas redes hidráulicas que tienen la edad y el deterioro de sus abuelos.
Muchos de los vecinos que rentan habitaciones a extranjeros han instalado un motor conocido como “ladrón de agua”. En la noche lo encienden y éste hala hacia sus cisternas el suministro que debería llegar a las casas aledañas; sólo así garantizan que los turistas hospedados puedan darse una ducha. Si se anuncia alguna rotura en el acueducto, entonces le pagan a alguien para que les acarree varios cubos desde la calzada más cercana o compran el contenido de un camión cisterna por el equivalente a un salario mensual. El acceso al agua potable es –desde hace muchos años en numerosos barrios habaneros– una cuestión de poder adquisitivo. Quienes tienen más pueden abrir el grifo y dejarlo correr mientras se lavan las manos, quienes tienen menos se enjuagan la boca con el contenido de un jarrito.
Aún recuerdo la molestia de mi abuela cuando yo le decía que no aguantaba más, que tenía que pasar al servicio aunque no hubiera cómo descargarlo. Después teníamos que izar el cubo con una soga desde el piso de abajo, auxiliados por una roldana puesta desde años antes en el balcón. Ese ritual del sube y baja ha seguido repitiéndose hasta convertirse en una práctica habitual que involucra a miles de familias. En el apretado programa cotidiano, se reserva un tiempo para buscar el agua, cargarla y envasarla, a sabiendas de que no se puede confiar en que surja de los grifos.
Las ruedas crujen diferente cuando los tanques van llenos o vacíos. Por cualquier calle de mi ciudad –ahora mismo– un par de brazos halan una carretilla que vuelve cargada a casa. La loza sucia, el arroz por cocinar y la ropa en el lavadero, aguardan por ella.
(Publicado em “Generación Y”)
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