La literatura de Mario Vargas Llosa ha causado varios giros esenciales en mi vida. El primero fue hace 17 años, en un verano con apagones y crisis económica. Bajo el pretexto de conseguir “La guerra del fin del mundo”, me acerqué a un periodista expulsado de su profesión por problemas ideológicos con el que todavía comparto mis días. Conservo aquel ejemplar de carátula deshecha y páginas amarillentas, pues decenas de lectores descubrieron con él a ese autor peruano censurado en las librerías oficiales.
Después vino la universidad y mientras preparaba mi tesis sobre la literatura de la dictadura en Latinoamérica, apareció su novela “La fiesta del chivo”. La inclusión en mi análisis de aquel texto sobre Trujillo no fue del agrado del tribunal que me evaluaba. Tampoco les gustó que entre las características de los caudillos americanos yo resaltara justo aquellas que también ostentaba “nuestro” Máximo Líder. De ahí que por segunda vez un libro del hoy Premio Nobel de Literatura marcó mi existencia, pues me hizo darme cuenta de lo frustrante que resultaba ser filóloga en Cuba. Para qué necesito un título –me dije– donde se anuncia que soy una especialista en el idioma y las palabras, cuando ni siquiera puedo unir frases libremente.
Así que Vargas Llosa y su literatura son responsables, de una manera directa y “alevosa”, de mucho de lo que soy ahora: de mi felicidad matrimonial y de mi aversión a los totalitarismos, de haber renegado de la filología y de acercarme al periodismo.
Me estoy preparando desde ahora, pues temo que la próxima vez que un libro suyo caiga en mis manos su efecto durará otros 17 años o volverá a significar el portazo a una profesión.
Publicado em “Generación Y”
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