El año en que nací se celebró el primer congreso del Partido Comunista de Cuba y la centralización del comercio y los servicios era casi absoluta. Sólo se podía adquirir -fuera del mercado racionado- algunos libros, los periódicos y los tickets para el cine. El resto de los productos y prestaciones estaba bajo el austero signo de lo restringido, encerrado en la cuota subvencionada que recibíamos cada mes. Incluso para adquirir una cuchilla de afeitar se debía presentar la cartilla en la que una vendedora marcaba el número correspondiente a las afiladas hojas.
Con la comida pasaba algo similar y especialmente con los frutos de nuestros fértiles campos, que se distribuían en cantidades limitadas a cada consumidor. Era la papa uno de los más controlados por el ojo estatal. Durante toda mi vida, ese sabroso tubérculo estuvo exclusivamente en las tarimas de los mercados racionados; llegaba cada tres o cuatro meses para hacernos el honor de su presencia y de su sabor. Yo soñaba con purés untados de mantequilla y con papitas fritas que sobresalían del plato. Llegué a pensar que su suave textura se cosechaba en las remotas praderas siberianas y no en los surcos de mi propio país.
Los campesinos privados estaban obligados a venderles su producción de papas al estado, que penalizaba con fuerza a quienes violaban tan estricta norma. De manera que nos acostumbramos a verlas aparecer en nuestros platos pocas veces al año y guardarlas en nuestras fantasías culinarias. Así fue hasta que hace algunas semanas el gobierno de Raúl Castro decidió liberalizar su venta y sacarlas del cada vez más agotado mercado racionado. Ya no es necesario mostrar un documento para poder comprar un kilo de papas, pero ahora nos hace falta que regresen, que podamos ponerlas en nuestras bolsas y llevarlas a casa.
(Publicado em Generación Y)
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