El edificio donde vivo acaba de cumplir 25 años de haber sido construido por las manos de quienes lo habitaron posteriormente. Con su enorme armazón de concreto y su arquitectura yugoslava, este bloque de catorce pisos fue de los últimos terminados bajo supervisión de técnicos soviéticos. Durante los años setenta y ochenta, un novedoso concepto llamado “microbrigada” había permitido a personas necesitadas de una vivienda erigirla por sí mismas. Eran los tiempos de la ilusión y muchos llegaron a creer que estas edificaciones de doce, dieciocho y hasta veinte plantas resolverían los problemas habitacionales del país.
Sin embargo, eran tantas las necesidades y las construcciones marchaban tan lentas que los nuevos barrios al estilo de Europa del Este no pudieron remediar la crisis de la vivienda. Cuando los primeros inquilinos se mudaron aquí –después de siete años de poner ladrillos y palear cemento– nos sentíamos los últimos beneficiados de un proyecto urbanístico que terminó cuando se desmembró el campo socialista. No se volvieron a levantar edificios altos y el Ministerio de la Construcción pasó a ser un archivo de planes pospuestos y sueños arquitectónicos abortados. Quienes aún tenían estrecheces de espacio se conformaron con dividir las salas o levantar apartamentos improvisados en las azoteas.
En las 144 familias que convivimos en esta edificación, los hijos crecieron, llegaron los nietos y donde antes había cabida para un matrimonio y su prole ahora también se aprietan yernos, nueras y suegras. Lamentablemente. la rígida estructura del inmueble no permite que prologuemos los balcones ni hagamos las divisiones horizontales conocidas como “barbacoas”, pero la creatividad ha logrado sacar dos habitaciones donde antes había una. Estos “rascacielos” han terminado por convertirse en el símbolo de una época pasada y los niños que corretean por sus pasillos apenas si saben que fueron proyectados como los vistosos inmuebles donde habitaría el –nunca logrado– “hombre nuevo”.
(Publicado em “Generación Y”)
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