Estepas, nieve, manzanas y el ruido de un hacha que cortaba la leña en trozos desiguales. De esas imágenes y sonidos ajenos se nutrió nuestra infancia, debido a la excesiva presencia de la Unión Soviética en la Cuba de los años setenta y ochenta. Tiritábamos de frío mirando los dibujos animados checos y búlgaros, mientras afuera el sol del trópico nos recordaba que seguíamos en el Caribe. Algunos supimos decir primero “koniec” que articular el monosílabo “fin”, hasta que un día los osos emigraron, dejándonos sin los filmes de soldados victoriosos y mujiks sonrientes.
Después de 1991, las cuantiosas tiradas de la editorial rusa MIR sólo podían encontrarse en las librerías de segunda mano bajo el manto polvoriento del abandono. Este febrero, sin embargo, la Feria Internacional del Libro ha dedicado su XIX edición al país que durante décadas fue mentor y soporte económico del proceso cubano. Los camaradas que antaño pagaban nuestra azúcar a precios astronómicos -mientras nos vendía su petróleo en una bagatela- han retornado vestidos con traje y corbata. Aterrizaron en la isla que una vez subsidiaron, pero esta vez para comercializar sus obras impresas en brillantes colores y de temáticas ajenas al marxismo.
En la explanada de la Fortaleza de la Cabaña se entrecruzan las largas colas para comprar los nuevos títulos llegados desde el Este. Niños aquí y allá hojean láminas donde aparecen doradas espigas de trigo y gente cubierta con sombreros de enormes orejeras. Pero ya no es lo mismo. La obligada presencia que alguna vez tuvo esa iconografía en nuestras vidas es, para estos pequeñines de hoy, mera curiosidad por lo exótico. En sus mentes infantiles, los abetos no sustituirán a las palmas ni los zorros a las lagartijas; Rusia solo será para ellos una región lejana y diferente.
(Publicado em “Generación Y”)
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