Un economista francés inventó el término «Tercer Mundo» en la década de 1950, parafraseando al «Tercer Estado», que bajo el Antiguo Régimen comprendía a la burguesía —por tanto no a los nobles ni al clero—. Pero el significado involucionó; el término «Tercer Mundo» fue utilizado luego para designar a los países no alineados (obedientemente alineados contra Occidente) y las naciones pobres. El gran dilema de Brasil, como lo demuestra la actual campaña presidencial, es si debe liderar al Tercer Estado internacional o al Tercer Mundo.
El Tercer Estado representaba a la mayoría productiva emergente en la Francia antigua. Los otros dos Estados eran las elites que gravaban al pueblo. En Brasil, los productores y consumidores se comportan cada vez más como el significado original de «Tercer Mundo», convirtiéndose en una vasta clase media que, junto con millones de chinos e indios, constituyen la mejor esperanza para el planeta en los próximos años. Pero la elite política brasileña está atollada en un tercermundismo signado por el no alineamiento hipócrita, el capitalismo de Estado, la ingeniería social y el clientelismo.
Dilma Rousseff, la ex guerrillera y ex ministra de la Casa Civil de Brasil bajo el presidente Lula, ya supera al ex gobernador de Sao Paulo, José Serra, en la carrera hacia las elecciones de octubre. El problema no es que ella participara en actos de violencia: también lo hizo José Mujica en Uruguay, ahora un aburrido jefe de Estado. Tampoco es un problema que deba su liderazgo enteramente a Lula. La historia está repleta de herederos políticos que se desprendieron de sus creadores. El problema es que Dilma, como Lula, es una líder de tercer mundo en una democracia de segunda clase con una economía de primer mundo. Las tres cosas no pueden permanecer desfasadas mucho tiempo.
Con líderes equivocados, los votantes de las naciones atrasadas pueden fácilmente apoyar a líderes tercermundistas incluso si actúan como productores y consumidores del Primer Mundo. Los electores brasileños, responsables de una economía que está creciendo a una tasa anualizada del 9 por ciento y ha sacado a 30 millones de personas de la pobreza desde 2003, al mismo tiempo se aferran a un Partido de los Trabajadores ideológicamente quebrado, éticamente sucio y e internacionalmente imprudente.
La adulación de Mahmoud Ahmadinejad y Hugo Chávez, la búsqueda de un asiento permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU, el uso del Banco de Desarrollo brasileño para comprar influencia latinoamericana, la captura de las entidades burocráticas federales y el diseño de grandiosos esquemas de poder ligados al petróleo han prevalecido, en la lista de prioridades políticas, sobre la muy urgente transformación del Estado paquidérmico.
Dilma Rousseff estaba al mando del consejo de administración de Petrobras, empresa petrolera estatal, cuando se redactó la ley que le otorgará un monopolio de las reservas petrolíferas de la Cuenca de Santos. La empresa, que recibe dinero del Gobierno y financiación complementaria del Banco de Desarrollo estatal, no cuenta con los 300.000 millones de dólares necesarios para explotar las reservas. Se está contemplando una nueva deuda que de una forma u otra esquilmará a los contribuyentes. Para no hablar de la tecnología y los conocimientos especializados de los que Petrobras, empresa bien manejada, carece, tratándose de petróleo atrapado bajo gruesas capas de sal en lo profundo del mar, a cientos de millas de la costa. Hay otras ilusiones de grandeza estatal, algunas vinculadas a la organización de la Copa del Mundo de 2014 y los Juegos Olímpicos de 2016. Entre ellas, el tren bala de 20.000 millones dólares que unirá a Sao Paulo con Río de Janeiro.
Un rasgo común de los políticos tercermundistas es que creen que existen atajos políticos para alcanzar el Primer Mundo. Un par de épocas, en América Latina, estuvieron signadas por dicha superstición. Se llamaba «positivismo» en el umbral del siglo XX. Se convirtió en «desarrollismo» a mediados de ese siglo. El resultado fue poco entusiasmante…
Los dirigentes brasileños arrastran un viejo complejo «anti-estadounidense». La obsesión les hace hacer cosas sólo porque parecen opuestas al capitalismo. Algunos expertos —como lo sugirió un evento reciente organizado por el Brazil Institute en el Centro Woodrow Wilson en Washington— aseguran que se remonta a cuando Brasil vio defraudadas sus expectativas de reciprocidad estadounidense por su participación en la Segunda Guerra Mundial.
Tal vez. Sin embargo, el período en el que Brasil fue más respetado —comienzos del siglo 20— fue cuando, bajo la visión del Barón de Río Bravo, José María da Silva Paranhos, se sentía tan seguro de sí mismo que no veía humillación alguna en abrazar el liderazgo de Occidente. Recordar esto podría ayudar a los protagonistas de la campaña presidencial brasileña a abandonar la política del Tercer Mundo en favor del liderazgo del Tercer Estado.
Publicado no “The Washington Post”
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