La leyenda, la mala leyenda, nos imputa a los liberales el objetivo de tratar de debilitar el Estado hasta convertirlo en una entidad superficial e inane. Eso no es cierto. El Estado, tal y como lo concebimos los liberales, desempeña un papel absolutamente fundamental en lo relacionado con el beneficio material y espiritual de la sociedad. De eso tratan las reflexiones que siguen: de entender y explicar para qué sirve el Estado en una sociedad dirigida con criterios liberales.
¿Para qué sirve el Estado?
Toda actividad colectiva racionalmente organizada comienza con una definición de objetivos. ¿Para qué nos juntamos? Puede ser para cazar, cosechar cereales, celebrar una fiesta, jugar al fútbol, amarnos, rezar, atacar a los vecinos o defendernos de ellos. Los propósitos son casi infinitos. Lo importante es que, intuitivamente, sabemos que nos unen ciertos intereses y objetivos comunes, y esa coincidencia debe determinar el perfil de las instituciones que nos son necesarias y la clase de organización que debemos articular para alcanzar el éxito.
El Estado no es una excepción. ¿Para qué sirve el Estado? La pregunta no es un ejercicio retórico vacío. De la respuesta que demos a esta pregunta dependerá el tipo de instituciones, organizaciones, reglas y comportamientos que nos permitirán alcanzar los resultados pretendidos. O que nos harán tener problemas. Los comunistas, por ejemplo, suponen que el objetivo del Estado -mientras sea necesario porque los seres humanos no hayan alcanzado la perfección, según Marx barruntaba-es, además de mantener el orden, crear una sociedad igualitaria en la que los bienes producidos se distribuyan equitativamente entre las personas.
Dentro de esa lógica, es razonable suprimir la propiedad privada y reprimir los impulsos creativos de ciertos individuos. Si los espíritus emprendedores recibieran el fruto de su laboriosidad, muy pronto aparecerían grandes diferencias en la acumulación de bienes. De ahí el surgimiento de una férrea policía política y de un tipo de organización estabularia, cuya función no es crear marcos para la acción espontánea de la sociedad, sino todo lo contrario: erigir estructuras creadas para restringir los impulsos individualistas, transmitir las órdenes de la cúpula, poder dirigir cómodamente a la muchedumbre, distribuir bienes y asignar servicios, manteniendo a las personas debidamente niveladas.
En cambio, dentro de las sociedades libres, en las que prevalece el pluralismo político y se respeta y estimula la propiedad privada, y en las que el igualitarismo no es un objetivo básico, sino una pulsión menor y relativa, ¿cuál es la razón de ser del Estado? En primer término, naturalmente, ha de mantener la paz y el orden y salvaguardar la vida y la integridad física de las personas; tareas éstas fundamentales, para las que el Estado se reserva el monopolio de la fuerza. Pero inmediatamente después surge otro mandato muy importante: estimular la creación de la mayor cantidad posible de bienes y servicios, de manera que el conjunto de la sociedad perciba que sus condiciones de vida mejoran paulatinamente.
En efecto, la democracia plural y la economía de mercado -y el Estado que las hace posibles-se legitiman y perduran cuando la sociedad ve colmadas sus expectativas racionales de mejorar progresivamente en medio de un orden ciudadano razonablemente pacífico y justo. Es lo que sucede en países como Dinamarca, Canadá o Estados Unidos. Cuando eso no ocurre, cuando las personas no creen que el Estado les sirva de una manera clara, sobreviene la crisis, y con frecuencia ésta evoluciona hacia la violencia. Es lo que vemos en naciones como Bolivia o Nigeria. Las personas no tienen inconveniente en demoler el Estado y liquidar la legalidad vigente por la fuerza mientras respaldan a unas nuevas élites para que ejerzan el poder. Este espectáculo lo hemos contemplado muchas veces en América Latina tras los golpes militares, exitosos o fallidos, pero siempre dados con el apoyo de una gran parte de la ciudadanía.
Publicado em “La Ilustración Liberal”
La leyenda, la mala leyenda, nos imputa a los liberales el objetivo de tratar de debilitar el Estado hasta convertirlo en una entidad superficial e inane. Eso no es cierto. El Estado, tal y como lo concebimos los liberales, desempeña un papel absolutamente fundamental en lo relacionado con el beneficio material y espiritual de la sociedad. De eso tratan las reflexiones que siguen: de entender y explicar para qué sirve el Estado en una sociedad dirigida con criterios liberales.
¿Para qué sirve el Estado?
Toda actividad colectiva racionalmente organizada comienza con una definición de objetivos. ¿Para qué nos juntamos? Puede ser para cazar, cosechar cereales, celebrar una fiesta, jugar al fútbol, amarnos, rezar, atacar a los vecinos o defendernos de ellos. Los propósitos son casi infinitos. Lo importante es que, intuitivamente, sabemos que nos unen ciertos intereses y objetivos comunes, y esa coincidencia debe determinar el perfil de las instituciones que nos son necesarias y la clase de organización que debemos articular para alcanzar el éxito.
El Estado no es una excepción. ¿Para qué sirve el Estado? La pregunta no es un ejercicio retórico vacío. De la respuesta que demos a esta pregunta dependerá el tipo de instituciones, organizaciones, reglas y comportamientos que nos permitirán alcanzar los resultados pretendidos. O que nos harán tener problemas. Los comunistas, por ejemplo, suponen que el objetivo del Estado -mientras sea necesario porque los seres humanos no hayan alcanzado la perfección, según Marx barruntaba-es, además de mantener el orden, crear una sociedad igualitaria en la que los bienes producidos se distribuyan equitativamente entre las personas.
Dentro de esa lógica, es razonable suprimir la propiedad privada y reprimir los impulsos creativos de ciertos individuos. Si los espíritus emprendedores recibieran el fruto de su laboriosidad, muy pronto aparecerían grandes diferencias en la acumulación de bienes. De ahí el surgimiento de una férrea policía política y de un tipo de organización estabularia, cuya función no es crear marcos para la acción espontánea de la sociedad, sino todo lo contrario: erigir estructuras creadas para restringir los impulsos individualistas, transmitir las órdenes de la cúpula, poder dirigir cómodamente a la muchedumbre, distribuir bienes y asignar servicios, manteniendo a las personas debidamente niveladas.
En cambio, dentro de las sociedades libres, en las que prevalece el pluralismo político y se respeta y estimula la propiedad privada, y en las que el igualitarismo no es un objetivo básico, sino una pulsión menor y relativa, ¿cuál es la razón de ser del Estado? En primer término, naturalmente, ha de mantener la paz y el orden y salvaguardar la vida y la integridad física de las personas; tareas éstas fundamentales, para las que el Estado se reserva el monopolio de la fuerza. Pero inmediatamente después surge otro mandato muy importante: estimular la creación de la mayor cantidad posible de bienes y servicios, de manera que el conjunto de la sociedad perciba que sus condiciones de vida mejoran paulatinamente.
En efecto, la democracia plural y la economía de mercado -y el Estado que las hace posibles-se legitiman y perduran cuando la sociedad ve colmadas sus expectativas racionales de mejorar progresivamente en medio de un orden ciudadano razonablemente pacífico y justo. Es lo que sucede en países como Dinamarca, Canadá o Estados Unidos. Cuando eso no ocurre, cuando las personas no creen que el Estado les sirva de una manera clara, sobreviene la crisis, y con frecuencia ésta evoluciona hacia la violencia. Es lo que vemos en naciones como Bolivia o Nigeria. Las personas no tienen inconveniente en demoler el Estado y liquidar la legalidad vigente por la fuerza mientras respaldan a unas nuevas élites para que ejerzan el poder. Este espectáculo lo hemos contemplado muchas veces en América Latina tras los golpes militares, exitosos o fallidos, pero siempre dados con el apoyo de una gran parte de la ciudadanía.
Publicado em “La Ilustración Liberal”
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