En estos tiempos, no hay tarea más difícil que decir algo nuevo sobre Mario Vargas Llosa. Sobre todo, si hablamos de su pensamiento político, que tantas adhesiones como enconos trae consigo. Hagamos el intento, no obstante. Considero que la polémica sobre las ideas de Vargas Llosa se debe a dos grandes malentendidos. Por un lado, la izquierda identifica las ideas políticas vargasllosianas como conservadoras o neoliberales; por otro, la derecha las compatibiliza con posturas de la izquierda democrática, adversarias de la autoridad, del orden y las tradiciones. Para ambos lados del espectro político, Vargas Llosa es un pensador incómodo, difícil de clasificar y, por ende, de considerar plenamente como suyo.
Pero ocurre que Vargas Llosa no está con la derecha, ni tampoco con la izquierda. Vargas Llosa está con la libertad, entendida como el paradigma fecundador de la civilización occidental, el valor más enriquecedor, diverso y múltiple del quehacer humano. Si la libertad no puede restringirse, de modo exclusivo y excluyente, a un solo vector ideológico, entonces el liberalismo vargasllosiano constituye una forma trascendente de pensar, un amplio ambiente cultural, una actitud vital donde confluyen los valores liberales más sublimes: el respeto al prójimo, la tolerancia, el diálogo, la irrestricta expresión de la idea adversaria, el cosmopolitismo y la convivencia pacífica de diversas tendencias.
Si nos atenemos a su compromiso, su pasión, su rigor, la prolijidad con los géneros que aborda o los niveles de lenguaje que utiliza, la huella personal de su estilo, e incluso cada etapa de su vida, vemos que todo ello ha servido para acentuar, modelar y sofisticar su idea de la libertad. Dado su ánimo perennemente joven, inquieto, inconforme y creativamente cuestionador contra la derecha conservadora igual que la izquierda totalitaria, e incluso hacia quienes se reclaman herederos únicos de la idea liberal, podemos decir que, para Mario Vargas Llosa, el liberalismo es disidencia, no un recetario ortodoxo, dogmático y poco amigo de la crítica. Agreguemos que disentir, como no estar de acuerdo con lo que la realidad nos ofrece, o mejorar nuestra condición presente en forma constante, es la impronta liberal por excelencia.
Esto nos permite afirmar que el liberalismo de Vargas Llosa es de naturaleza insular, o quizá semejante a la isla mayor de un archipiélago, donde el mar encrespado del debate intelectual y político parece estrellar unos peñones contra otros. El liberalismo insular de Vargas Llosa forma parte de una búsqueda sin término por el progreso, la cultura y la democracia como el norte de nuestra vida en común. Es semejante a un faro: siempre encendido a lo desconocido, pero asentado firmemente sobre las sólidas bases de lo ya creado. Es un liberalismo para el que “no hay palabras finales”, como reza el lema de la Royal Society de Londres. En tal escenario, Vargas Llosa nos enseña que la libertad actúa como el fiel de la balanza, que nos da el preciso peso, o la aguja imantada de la brújula, que nos permite divisar el camino correcto. Así, con Vargas Llosa aprendemos que la libertad es la luz que nos permite distinguir, con claridad, civilización de espectáculo, política de demagogia, economía libre de mercantilismo, tolerancia de fanatismo.
Por otra parte, se equivocan quienes sostienen que Vargas Llosa ha pasado de las izquierdas a las derechas. No es Vargas Llosa quien ha abandonado los ideales que la izquierda proclama. Es la izquierda quien abandonó esos ideales – la igualdad, la transparencia y el bienestar – debido a la centralización del poder, para abrazar el totalitarismo, el abuso, la destrucción de la economía y la cerrazón a toda crítica. Para Vargas Llosa, lo mismo que con Arthur Koestler y George Orwell, cuando el socialismo asume sus postulados de modo inamovible y acrítico, preconiza la censura por sobre la disidencia y la verticalidad por la diversidad, acaba con el sueño y lo transforma en pesadilla. La fractura proviene del socialismo, no de Vargas Llosa. Él encuentra en el liberalismo esos ideales extraviados por la izquierda.
Agreguemos que el liberalismo insular de Mario Vargas Llosa se desprende de esa virtud poliédrica que tienen los artistas de inteligencias múltiples: Vargas Llosa es el pensador político que se desenvuelve entre las ideas de Camus, Popper, Hayek o Berlin con solvencia, el periodista que se interna en Irak o el Congo, el novelista que retrata genialmente a Rafael Trujillo o Cayo Bermúdez, como también el liberal y demócrata que condena los abusos de la política; que denuncia a los artífices de la corrupción; aquél que no escatima elogios para los políticos, de cualquier signo, que obran en favor de sus pueblos y les brindan las oportunidades del desarrollo.
Por su defensa inmanente de la libertad, Vargas Llosa se ha convertido en la conciencia liberal de nuestro continente y, acaso, de occidente. Si, como liberales, debemos acometer la tarea que nos deja Octavio Paz en su Postdata, “Tenemos que aprender a ser aire, sueño en libertad”, ésa la ha cumplido, con infinitas creces, Mario Vargas Llosa. Sigamos su legado, ahora y siempre.
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