Mientras escribo, en este instante, bien cerca de mí duerme mi sobrina Elizabeth. Debo estar al tanto de su sueño angelical: tiene sólo nueve días de nacida. El halo de mágica indefensión que rodea su cuna, su expresión de mujer en miniatura, me inspira una ternura protectora que es, creo, universal.
Sin embargo, no puedo dejar de asumir algo: en este momento, mientras tecleo el primer post de mi blog desde los Estados Unidos, mi sobrina y yo somos poco menos que colegas en esto de recién nacer. Sensación extraña pero cierta: a mis veintiséis años me diferencio bien poco de una bebé de nueve días. Ambos tenemos muy pocas nociones de cómo se enfrenta el mundo a partir de ahora.
Decir que mi llegada a Miami fue azarosa es cierto, pero inexacto. Digámosle más bien atípica, enrevesada. Yo, enfrentado al régimen de mi país, y adorador de las experiencias límites, desearía poder relatar mi historia hollywoodense de cómo logré escapar de noche, en balsa, o con coyotes guiándome a través de la frontera. Por fortuna, no puedo hacerlo.
Arribé a este país el pasado 28 de diciembre a bordo de un avión de American Airlines, con el único sobresalto de los meses crispados que abarcaron mi vida en los últimos tiempos. Esto es: meses de fallidos diagnósticos de cáncer, de campañas burlescas presentándome como comerciante sexual, y del peligro constante que representaba no renunciar a mis libertades individuales; historias que guardaré para el futuro, cuando necesite contarle a mi sobrina -y a mis propios hijos- cómo se vivía en aquel país tan suyo, con tanto odio y maldad enquistados bajo la piel de la nación.
Sin embargo, la verdad sea dicha: mi salida de Cuba, con motivos legales y distanciada de toda coyuntura política, no sufrió por parte del Gobierno de la Isla ni una sola traba en el engranaje, según era tan posible y pensable en función de experiencias anteriores. Más bien, todo lo contrario: el Permiso de Salida –me cuesta no ponerle un adjetivo, no consigo escribirlo sin colgarle detrás el calificativo que tanto merece: aberrante- llegó en un tiempo récord de 11 días. Sospecho que el establishment de mi país no me quería demasiado.
Así, a tan solo un día de que mi VISA expirara irremediablemente, pisé suelo estadounidense con la única certeza de que para mí, en lo adelante, nada volvería a ser igual. Mis compañeros de vuelo, dos cubanoamericanos que acababan de visitar la Isla luego de décadas de ausencia, y que me obsequiaron mis primeros diez dólares como signo de buena esperanza, no pudieron resistir la tentación y le tomaron una foto a mi cara durante el aterrizaje: asistían a la inauguración de mi historia como nuevo exiliado.
¿He tenido tiempo de pensar y analizar, de sacar conclusiones tajantes o formarme juicios categóricos? Definitivamente no. Yo, husmeador empedernido que siempre escucha, siempre quiere comprender y cuestionar, he estado demasiado tiempo entrenando mi percepción al nuevo entorno, y peleando contra una jaqueca flemática que siempre amenaza con llegar y no llega. En pocas palabras: a sólo cinco días de mudarme de país, y casi de planeta, me dedico aún a entrenar mi cerebro para lo que seguirá siendo mi labor intelectual.
Sin embargo, tengo sospechas. Muchas sospechas. Y la primera es esta: dentro de muy poco comenzaré a tolerar mucho menos lo que sucede hoy en mi país. Lo que he dejado atrás. Dentro de muy poco, cuando pase este estupor inicial, sentiré aún más rencor contra quienes han privado a mis amigos, a mi familia, y a todos los cubanos humildes en general, de un universo de posibilidades como el que acabo de conocer.
No se trata de un deslumbramiento material, que inevitablemente también llega; se trata, más bien, del dolor indescriptible que se experimenta al comprobar todo lo que a millones de cubanos les ha sido negado. Es el sentimiento de culpabilidad que se prende a tu garganta cuando, de pronto, te descubres entre los pasillos furibundos de un supermercado –me ocurrió hace dos noches, en “Publix”- donde apenas existe necesidad básica que no pueda ser satisfecha, mientras el recuerdo de los tuyos, agenciándoselas año tras año para poderse artificiar un mal plato de comida, te impacta dentro sin piedad.
Sospecho, además, que cada día que pase en un sitio donde el respeto a la discrepancia es ley, me vacunará más aún contra la intolerancia y la exclusión; un sitio donde -según me ocurrió hace dos noches en el restaurant “Casa Cañí”-, puedo polemizar abiertamente sobre política, sin que quienes me rodean deban hablar en voz baja por miedo a activar mecanismos represivos –grabaciones, informantes- en su contra.
Y entre tanto, sospecho que bien pronto conoceré también las manchas presentes en esta realidad novedosa: ni siquiera en una democracia respetable los cubanos hemos dejado de estigmatizar a quienes no piensan como nosotros, y de sacar a flote algunos rasgos que hemos traído de contrabando bajo la piel: la agresión verbal, la mentira como método de destrucción.
Entre otras cosas, porque demasiados arrepentidos y conversos, demasiados victimarios que hoy pasan por víctimas, pululan por esta deslumbrante ciudad que ha sido digna cobija de honestos y perseguidos. Y según las sabias palabras de un lector devenido amigo, “Cruzar el estrecho de la Florida no purifica”.
También por esos, y para esos, tendrá continuidad este blog. Para diseccionar con justicia y objetividad esta realidad que es tan cubana como la del malecón habanero y los sueños sin cumplir. Sobre todo, porque a diferencia del entorno en que surgió El Pequeño Hermano, este desde el que hoy escribo celebra la discrepancia como motor evolutivo. Muy poco puede un puñado de intolerantes ortodoxos, cuando “democracia” es quizás el vocablo más recurrente entre quienes habitan este gran país.
Una de las preguntas más frecuentes que he debido escuchar, desde el instante en que opté por cambiar de contexto y partir rumbo a los Estados Unidos, es: “¿Qué pasará con tu blog ahora que no vivirás directamente dentro de la Isla?”. Mi respuesta tiene dos aristas.
Primero: el compromiso con una verdad personal que se restringe sólo a un marco determinado, es poco atendible. Creo que mientras yo me sienta tan parte de esa Isla bendita como lo sintió el Apóstol, Celia Cruz, o los militantes del Partido Comunista; mientras yo no renuncie a la condición honorable de cubano que ama a su tierra, y precisamente por ello sufre su condena a la infelicidad, no hay justificación para abandonar este proyecto íntimo que tanto ha aportado ya a mi superación personal y profesional.
Y segundo: a quienes temen que mi distancia de la realidad cubana afecte la objetividad de los textos, les sugeriría rastrear los más agudos y valederos libros, artículos y ensayos publicados desde hace varios años sobre el tema de mi país. Salvo mínimas excepciones, todos pertenecen a autores que desde hace mucho no viven en Cuba. Si no, preguntar a Eliseo Alberto, Carlos Alberto Montaner, Manuel Díaz Martínez, Raúl Rivero, Jesús Díaz, Amir Valle, entre un largo etcétera.
No es la cercanía absoluta a los fenómenos sociales lo que garantiza una obra de verdadero valor, sino la constancia, el estudio analítico, y la superación permanente. Como en todos los campos de la existencia humana.
Mi compromiso con la palabra es aún más fuerte que con la democratización de la Isla: escribir es, creo, lo único que jamás podré dejar de hacer. Da lo mismo si desde una humilde localidad provinciana, con aroma a café y a sol trasnochado, que desde una urbe cosmopolita, a una hora de distancia en avión, desde la cual empeñarme en no cerrar la boca jamás.
Publicado en “El Pequeño Hermano”
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