Su cara es un rosario de desánimos. Sentado con los codos sobre las piernas, en las manos las bridas de su caballo, me parece que importuno a una estatua de sal. Lleva barba de varias jornadas, y un abrigo amarillento que habrá exhumado de un armario en estos días de clima invernal.
– ¿Me dedica un segundo, por favor? Soy periodista y quisiera hacerle un par de preguntas.
Desde su asiento, por encima de mi cabeza, me mira con desgano. No asiente, ni se niega. Simplemente está.
– Quisiera preguntarle por la huelga que ustedes sostuvieron hace una semana – le digo, y temo que nuevamente me lleguen las mismas evasivas que en los dos intentos anteriores: un joven tatuado que me dijo, junto a su caballo, “no asere, yo no estaba ese día”, y se alejó presuroso; y un anciano fornido, con sombrero de yarey, que más sincero confesó: “mira, no quiero buscarme más problemas, ve con otro”.
Hacía poco más de una semana que los cocheros de mi Bayamo tradicional habían protagonizado una acción impensable: dos días de paro absoluto. Huelga en un país sin huelgas, un país poseedor de la única constitución del planeta que no reconoce tal derecho a los trabajadores.
La insólita noticia recorrió la Isla: hasta mi cama hospitalaria en La Habana había llegado la exclusiva en boca de una joven enfermera que lo tomó con natural jocosidad: “Bayamés, los cocheros de tu pueblo están en huelga. A ver si le vuelven a prender fuego a la ciudad”.
– Quisiera saber las causas de esta huelga, qué reclamaban ustedes en esencia – le pregunto, vagamente esperanzado ante su silencio: un silencio que, por lo menos, no me azuzaba de allí como antes habían hecho sus compañeros de trabajo, a quienes el miedo les paralizaba la voz: yo podía ser un agente de la Seguridad del Estado, un informante, un policía de civil.
Se toma su tiempo, mastica el tabaco y habla sin mirarme, como si algo en la distancia en verdad captara su atención:
– Chico, lo único que nosotros pedíamos era que nos dejaran dinero para mal comer. Eso es todo. Que no abusaran más de nosotros.
Sus palabras, dichas con el mismo tono displicente, me estremecen. No me esperaba este acceso de franqueza.
– ¿Por qué abuso, qué ha cambiado? – preciso.
– La cantidad de dinero que tenemos que pagarle ahora al Estado para que nos dejen trabajar. Los impuestos y pagos por mil inventos diferentes que acaban de imponernos a cojones.
Lo que oficialmente se maneja con los elogiosos términos de “Reajuste Tributario”, se resume para este hombre y para millones de cubanos más, a algo muy simple: las tarifas impuestas por el Ministerio de Precios y Finanzas para el ejercicio del trabajo por cuenta propia, en la mayoría de los casos, es sencillamente desorbitante. Es insostenible.
Mucho antes de este paro de cuarenta y ocho horas por parte de un sector humildísimo, había tenido yo noticias del desafuero tributario: escuché el testimonio de un barbero de barrio que, tras veintiséis años de ejercicio, se veía obligado a entregar su patente porque los doscientos pesos que el Estado le fijaba ahora como cuota mensual, le resultaba astronómica. En el último mes, había debido vender un par de artículos para llegar a la suma.
– ¿Cuánto pagaban ustedes antes, y cuánto pagan ahora? – prosigo con mi entrevistado, temeroso de que las seis personas que llenarían su coche aparecieran, y mi breve investigación quedara trunca.
– Antes la patente mensual era de 130 pesos. Ahora la subieron a 150, más 87.50 para la Seguridad Social, más el 10 porciento diario de lo que ingresemos, por usar este lugar para parquear los coches.
Intento calcular al vuelo la cifra de la que estamos hablando, y preguntándole números diarios, sacando cuentas apresuradas, nos ponemos de acuerdo en un número aproximado de lo que será en lo adelante su tributo mensual: alrededor de 500 pesos.
Los coches, en Bayamo, desde hace mucho dejaron de ser tradiciones museables, figuras costumbristas de la colonia, para convertirse en una solución a los graves problemas de transportación urbana.
Cada mañana una legión de obreros pagaba un peso cubano, y se trasladaba en ellos hasta hospitales, centros educacionales, tiendas de víveres. Esperar por los ómnibus citadinos se había convertido, para muchos, en una insoportable quimera que aliviaban estos artefactos rodantes, símbolo inequívoco de la villa fundada en 1513 por el resabioso español Diego Velázquez.
Y de pronto, una mañana corriente, el peso diario del coche se duplicaba y en algunos casos triplicaba: los cocheros acababan de subirle el precio a su pasaje, y los salarios obreros seguían intactos: 300 pesos, promedio, al mes. La matemática era angustiante para quienes debían transportarse en ellos diariamente.
– La cosa empezó por los problemas con la gente, fíjate – me dice, y ahora por primera vez creo que se anima en nuestra conversación-. Teníamos más discusiones que viajes. Muchos no querían pagarnos, nos llamaban estafadores. Y nosotros lo único que podíamos decir era: “¡Quéjense con las autoridades! ¡Nosotros no queremos subirles los precios, pero ellos nos han obligado!” Así estuvimos casi un mes. Hasta que hubo que reunirse y empezar a plantear los problemas. Y llegó un momento en que no pudimos más, muchacho, y tuvimos que parar.
Sus palabras ahora brotan como un desahogo. Llevan detrás la ira contenida, vibrante, de quien aún no consigue resignarse del todo.
El día que informaron que no trabajarían más, el Estado obligó a camiones particulares y guaguas con otras rutas, a suplir sus viajes. Ningún sindicato pudo intervenir, ninguna voz de esos otros medios de transporte pudo protestar: el amo mandaba, y solo se podía obedecer.
Al segundo día los reunieron en la sede del Gobierno provincial, con una particularidad de manual de inteligencia: fragmentados. Nunca a todos juntos. Echaban mano al apotegma ancestral: “Divide y vencerás”.
En pequeños grupos los presionaron. Bajo la excusa de explicarles mejor el mecanismo extirpaban la semilla de su inconformidad con amenazas refinadas: si persistían en su posición reaccionaria perderían la patente para siempre. No podrían trabajar más con sus animales que, por cierto, varios miles que les habían costado.
– Imagínate tú si la gente no se iba a acobardar – hace un gesto de fastidio, nuevamente amodorrado en su asiento a la altura de mi frente-. Aquí todos tenemos hijos, familia. Todos tenemos que matar el hambre, y esto es casi lo único que sabemos hacer. Hay muchos que ni siquiera han podido recuperar la inversión inicial, fíjate. Quién iba a seguir plantado después de aquello.
El resto de la historia pude imaginarlo, aunque aquel hombre no me lo dijera. Lo presumí por el miedo, por el diálogo entrecortado, por las negativas que había recibido con anterioridad: el pánico a ser tildados de contrarrevolucionarios. Las investigaciones de los servicios de inteligencia, los interrogatorios para detectar cabecillas de la inconformidad: allí estaban por esos días, tomando el área con sus presencias inagotables, los represores con guante de seda de la Seguridad del Estado. En Cuba no pueden permitirse simientes de malestar público.
Se trata, en efecto, de la crónica de un conflicto anunciado: el rimbombante plan para reactivar la economía cubana no sólo contempla despidos por cientos de miles; no sólo contempla permisos para ejercer actividades de risa –forrar botones, amolar tijeras- como sustento para la economía personal; sino que incluye, además, un aumento ciclópeo de los impuestos para todos los negocios particulares, aunque el ingrediente fundamental, el dinero, siga sin avistarse en el horizonte familiar.
¿Consecuencia inmediata? Miles de trabajadores por cuenta propia pensando, con ira y desamparo, en renunciar a la actividad que en los últimos años le había permitido mal alimentarse. Entregar una patente que acababa de colocarse a una altura imposible. Vergüenza infinita debía ser el único nombre de estas jornadas.
– Muchas gracias por su tiempo – le digo, a modo de despedida, cuando veo que ya dio por concluida nuestra entrevista fugaz. – Y que tenga un provechoso día.
Doy media vuelta, y antes de echar a andar escucho nuevamente su voz cadenciosa que me hace detenerme por un segundo más, mirarle nuevamente ese rostro sin sueños ni esperanzas:
– No menciones mi nombre en lo que escribas, muchacho – dice, y casi no puedo ahogar un sentimiento de dolor, de rabiosa frustración, al escuchar la súplica de un hombre adulto, independiente, a quien un sistema había terminado por neutralizar con temores-. Nada más me faltaba que me decomisaran el coche por andar diciendo cosas que no debo.
Y yo le hago un gesto con la mano: que descuide, que no voy a ser yo quien acabe con el pobre sustento de su familia.
De vuelta a mi burbuja personal, sufriendo en silencio por una realidad que me es hostil, que cada día asumo más incompatible con la felicidad de los cubanos; una realidad que desde que tengo uso de razón sólo amenaza con agravarse, con traer peores noticias, peores años, carencias más acuciantes; de regreso a mi laboratorio de ideas no consigo desprenderme de aquella frase del poeta Lezama Lima que preguntaba, con una amargura mordaz, cómo pudimos desembocar en este callejón sin luz.
Publicado em “El Pequeño Hermano“
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