Es una bolsa de malla, una redecilla tejida de color rojizo con cinco mandarinas en su interior. La ha traído –desde Europa– un lector que descubrió dónde vivo gracias a las pistas dejadas en el blog. Después de brindarle un vaso de agua, ha sacado los cítricos de su mochila –con cierta vergüenza– como si viniera a regalarme algo demasiado común en esta Isla, más común incluso que el marabú o la intolerancia. No se explica entonces por qué agarro el paquete y hundo la nariz en cada fruta. Unos segundos y llamo a gritos a mi familia para enseñarles los anaranjados redondeles que ya comienzo a pelar. Hundo las uñas en la cáscara y me huelo los dedos. Tengo una fiesta de resina sobre cada mano.
Un reguero de hollejos llena la mesa y hasta el perro se entusiasma con el sabor que tiene alborotada a toda la casa. ¡Han llegado las mandarinas! ¡Ha vuelto ese aroma casi perdido, esa textura extraviada! Mi sobrina celebra la aparición y tengo que explicarle que una vez estos frutos no vinieron en barco ni en avión. Evito confundirla –porque sólo tiene ocho años– con la historia del plan citrícola nacional y de las grandes extensiones en la Isla de la Juventud donde las naranjas y toronjas eran cosechadas por estudiantes de otros países. Tampoco le menciono las triunfalistas cifras lanzadas desde la tribuna o los jugos Tropical Island que comenzaron siendo fabricados con la pulpa extraída de nuestras cosechas y ahora saben a siropes importados. Pero sí le cuento que cuando llegaba noviembre o diciembre, todos los niños de mi escuela primaria olíamos a mandarinas.
¡Qué días aquellos! En que nadie tenía que traernos desde un lejano continente lo que nuestras propias tierras producían.
Publicado em “Generación Y”
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