Hablar hoy de médicos cubanos y evocar una especie de esclavos de nuevo tipo, de piezas tristemente utilizables en un tablero de ajedrez, es lo mismo. Por desdicha, el doctor Oscar Elías Biscet – hombre libre en la sombra húmeda de su celda- es apenas uno solo.
Creo que pocos profesionales del mundo exhiben una situación más precaria en cuanto a libertades individuales, que este ejército de galenos que en mi Cuba de Siglo XXI no son dueños de sus vidas.
Digamos: nadie en Cuba es dueño de su vida. Pero los hombres y mujeres de bata blanca, menos aún.
Pienso en esto ahora que otro más, un recién llegado en condiciones especiales, vierte una gota en el recipiente de lo inaudito. Su nombre es Rafael Fontirroche, cirujano pediatra, y necesitó de una huida apresurada hacia los Estados Unidos, luego de denunciar la corrupción del programa médico en Nicaragua, al cual pertenecía en ese momento.
Obviamente: la historia de este cirujano no tiene nada de extraordinario. Sólo engrosa el memorial de los doctores que, exponiendo sus vidas, sabiendo el castigo semi eterno que les espera, deciden escapar de los países hacia donde fueron enviados por el Gobierno, y rehacer sus vidas allí donde sean verdaderos dueños de ellas.
Todo comenzó con una nueva estrategia económica. La idea redentora, que inyectaría dinero por montañas a una economía moribunda, consistía en olvidarse de cañaverales y café; olvidarse de playas y turismo; olvidarse –incluso- del ejército de informáticos con que la mayor de las Antillas pretendió liderar la producción de software a nivel mundial. Olvidar cualquier estrategia anterior… y poner las miras en los hombres de la Salud.
Como todo en mi país insular: un iluminado del poder dio la orden, y toda la nación emprendió la tarea. Hará de esto poco más de una década.
Creo recordar con exactitud los tiempos en los que la efervescencia médica tuvo su auge principal: estudiaba yo en un preuniversitario de mi ciudad, año 2000, y de repente una carrera hasta el momento dura de alcanzar, privilegio de unos pocos esforzados y talentosos, se puso a disposición de todos.
Los exámenes de ingreso para las carreras de la Salud, Medicina en especial, llegaron a ser imposibles de desaprobar. Los índices académicos para optar por la profesión bajaron estrepitosamente. La señal era clara: “Necesitamos formar una legión de doctores”. A como dé lugar.
Y luego, por supuesto, comenzaron las propuestas internacionales. ¿Basadas en qué? ¿Con cuál carta de triunfo bajo la manga? Pues con un aspecto polémico pero real: el nivel de los profesionales de la Salud, en Cuba, es indudablemente alto.
Separemos precariedad tecnológica de nivel educacional. Separemos la ruina en que se encuentra la red hospitalaria en Cuba, con instrumentales y métodos jurásicos -que dan lugar, por ejemplo, a fallidos diagnósticos de cáncer como el que me entregaron a mí cuatro meses atrás- del talento y vocación que exhiben los médicos cubanos en su quehacer.
Partiendo de ahí, nuestro Gobierno bien pensante decidió qué hacer con los destinos de estos profesionales. “Serán nuestros soldados de bata blanca” – dijo alguna vez el Comandante en Jefe. Y nunca más volvieron a ser los de antes.
Porque los soldados sólo obedecen órdenes. Y órdenes estrictas, inviolables, so pena de duros castigos y duras consecuencias.
Empezaron a ser enviados a los rincones más insospechados del planeta. Lo mismo a países que establecían pagos contantes y sonantes a cambio de atención médica, que a regiones azotadas por huracanes, terremotos, y cuanta catástrofe se perdía por los cuatro costados del globo, donde la recompensa era tan solo el lobby político internacional.
¿Qué dicen estos médicos abnegados, solidarios, cuando cámaras de la Televisión Cubana les ponen un micrófono delante? Dicen: “Lo hago por amor a la solidaridad”. Dicen: “Lo hago por internacionalismo”. Y yo, y muchos, nos sorprendemos de la habilidad para mentir que se nos ha inoculado bajo la piel en tantos años de socialismo revolucionario.
Porque la verdad es que esos hombres de ciencia abandonan a sus hijos recién nacidos, abandonan a sus esposas – que en muchos casos, en lo adelante no lo serán más- ; dejan en Cuba sus propias existencias, porque es la única manera de elevar su maltrecho status económico .
Y se marchan también, en su inmensa mayoría, con el corazón oprimido rumbo a Pakistán y Haití, rumbo a tierras donde el cólera o serpientes venenosas les acechan, porque bien saben el chantaje subyacente en la orden de partir: si no lo hacen esta vez, si se niegan, nunca más serán llamados para “misiones” en Venezuela, Sudáfrica o Bolivia. Los países donde en verdad podrán ganar algo de dinero.
Y digamos una vez más “algo” de dinero, porque como en todos los casos, la jefatura de su batallón, los tanques pensantes de estas misiones solidarias, saben que quien parte y reparte lleva la mejor parte. El negocio del Estado cubano con los profesionales de la Salud, es por momentos repulsivo.
Por solo citar un ejemplo: en 2010 el British Medical Journal calificó como de “esclavitud” la situación de ciertos médicos cubanos en Portugal, que recibían un salario muy por debajo del mínimo establecido en ese país, a pesar de que el gobierno portugués pagaba por ellos lo mismo que a los profesionales nativos, con la única diferencia de que debía hacerlo mediante la Embajada de Cuba.
En el camino rumbo a sus manos, el pago se reducía a una suma simbólica. Irritante.
Sin embargo, como nunca será más bajo que el que perciben por sus horas ininterrumpidas en Cuba -donde el máximo alcanzable luego de años de superación y experiencia ronda únicamente los 40 CUC-, estos doctores tropicales se saben afortunados. Y callan.
Nadie osa protestar. Quienes olvidan su condición de propiedad estatal y alzan la voz contra la injusticia, tienen dos caminos: la defenestración inmisericorde en la Isla, donde nunca volverán a ser profesionales plenos; o el destino que eligió el cirujano Fontirroche: el exilio. Y para siempre.
Porque llegamos entonces a uno de los puntos medulares de esta condición de siervos de la medicina: toda vez que por obra y gracia de una decisión presidencial pasaron a ser propiedad exclusiva “de la Patria”, no existen en el orbe seres más imposibilitados de emigrar con normalidad que ellos.
Primero: porque son penalizados con 5 años de espera, a veces más, antes de que el olímpico Permiso de Salida llegue hasta sus manos. En ese tiempo son enviados a zonas remotas, montañosas, despobladas, como expiación para su pecado de querer la libertad.
Y después: porque en caso de que decidan “desertar” de las misiones asignadas, el castillo les levanta el puente para siempre, y nunca más pueden regresar. Se convierten en otra turba de desterrados, por decisión de los sátrapas de nuestro Gulag.
Aquí los he conocido, por cientos: estomatólogas que cruzan fronteras de Venezuela con los nervios hinchados por el temor y la desolación; enfermeros, ortopédicos, jóvenes recién graduados que luego de pisar Namibia o Guatemala se enrolan en expediciones semi ilegales rumbo a Estados Unidos, sabiendo que esa Cuba donde nacieron y donde dejaron a sus familias y esposas, alimentará en lo adelante sus memorias y melancolías.
Mientras vivan los propietarios de su Isla, ellos no podrán entrar.
Mirando bajo la cortina de humo que este caso genera, creo que más que dolor o insensibilidad, la historia de unos médicos que de repente perdieron toda autonomía y mutaron hacia propiedad estatal, debería generar sobresalto, un poco de desvelo, en aquellos cubanos que todavía pueden viajar sin los 5 años de purgatorio.
Que levante la mano quien sepa, con toda seguridad, cuál será la próxima estrategia económica que implementará el establishment para salvar, esta vez sí, a la Patria de la ruina total. Que levante la mano quien tenga por seguro que en breve no serán los ajedrecistas, contadores o aficionados al canto, los integrantes de un nuevo ejército cuyas libertades serán cercenadas por decreto oficial.
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