Una de las diferencias más notables que existen entre vivir y crecer socialmente en un país democrático, o hacerlo en un país gobernado bajo preceptos totalitarios, es lo concerniente a la libertad de decisión. La libertad para elegir soberanamente, en cada momento, qué se quiere hacer con la propia vida.
“Una gran libertad implica una gran responsabilidad”, me dijo un amigo luego de mi llegada a los Estados Unidos. Simplifiquemos sus palabras hasta lo elemental: si nadie – ni instituciones, ni gendarmes políticos, ni el Estado – controla tu religión o ideología; si nadie frena tu libertad de expresión o decide cuánto dinero ganas y en qué lo gastas, toda la responsabilidad de tus actos recae sobre ti mismo.
Y qué bueno que así sea.
Cuando los gobiernos o funcionarios estatales olvidan sus límites, y comienzan a decidir qué tipo de religión deben practicar sus ciudadanos o qué televisión deben consumir (en Cuba se transmite hoy un programa nocturno llamado “Lo Mejor de Telesur”, donde se selecciona con pinzas lo que los cubanos deben ver incluso de esta cadena “amiga”); cuando el Estado empieza a regular, por ejemplo, a dónde deben viajar o no sus ciudadanos, las bases de la democracia se resquebrajan por definición.
Esta premisa esencial es la que, al parecer, han olvidado los senadores Marco Rubio (Florida) y Bob Menéndez (New Jersey), al intentar bloquear la expansión de viajes a Cuba por parte de la administración Obama.
Y subrayo “intentar”, porque por fortuna cuando hay grandes sinsentidos, siempre habrán grandes sentidos comunes que les contengan: la propuesta acaba de ser rechazada, y al menos de momento no será ni siquiera discutida en el Congreso.
¿De qué se trataba esta vez? Pues de frenar la expansión de vuelos a Cuba con determinados propósitos, entre los cuales la Casa Blanca ha dado luz verde a las visitas académicas, religiosas y humanitarias, destrabando así otra parte del engranaje de prohibiciones que George W. Bush, en su infinito caudal de equivocaciones, implementara contra Cuba durante su mandato.
El argumento del senador republicano Rubio parece tomado del mismo discurso del ex presidente, cuando sostenía por qué los cubanoamericanos no podrían ir a su país natal más de una vez cada tres años: “Incrementar los vuelos comerciales o fletados directos con estados que promueven el terrorismo, es totalmente irresponsable”.
Además: “No hay razón para que Estados Unidos ayude a enriquecerse a estados que promueven el terrorismo”.
Antes que analizar la veracidad o exactitud de estas palabras en cuanto Cuba como país que promueve el terrorismo en su sentido más directo, o incluso dilucidar cuánta riqueza percibe en verdad el gobierno de la Isla a partir de esos vuelos, cabe mirar el asunto desde el siguiente prisma:
¿Cómo es posible que los mismos Estados Unidos que en nombre de la suprema democracia respetan, por ejemplo, la presencia interior de musulmanes hostiles a los fundamentos de esta nación (musulmanes que -algunos- no ocultaron su júbilo y votos a Alá cuando la masacre del 9/11) pretendan entonces frenar la libertad de quienes desean viajar a donde mejor les plazca?
No perder la perspectiva: uno puede creer que determinadas personas toman malas decisiones dedicando, por ejemplo, su vida al alcohol. Pero no debe querer impedírselo por la fuerza, o con leyes que le prohíban gastar su dinero en alcohol. (Ya vimos lo que sucedió justamente en los Estados Unidos cuando la absurda “Ley Seca” entró en vigor en 1919.)
Entonces, si la matriz que sustenta esta nación es la democracia en su concepto más básico, los senadores Rubio y Menéndez podrán creer que viajar a Cuba y ayudar a las familias cubanas es oxigenar al gobierno de la Isla (argumento desde mi punto de vista irrisorio), pero NO deben coartar el derecho de los cubanoamericanos a decidir qué quieren hacer con el dinero que honestamente perciben por su trabajo.
Sobre todo, no deben decidirlo cuando no son los estómagos de sus madres o sus hijos los que encontrarán sustento con estos viajes o envíos.
Y llegado a este punto, planto mi bandera: no estoy dispuesto a creer en la pureza de intenciones, en la honestidad moral de quienes presuntamente abogan por el bienestar y la libertad plena de Cuba, y al mismo tiempo se desentienden de sus familias, y no les interesa si comen dos veces al día o usan harapos para vestir.
Lo cierto es que en la inmensa mayoría de los casos, quienes vociferan contra la ayuda económica para las familias de Cuba, y contra los viajes de visita, cumplen con una de estas dos condiciones, indistintamente: 1. No tienen a nadie dentro de la Isla, o 2. Son pésimos hijos, pésimos padres, pésimos hermanos; y en ese caso, su opinión me vale cero.
En asuntos de política, es muy posible que haya libertades ciudadanas que resulten incómodas para determinados intereses. Intereses justos, justificados, o intereses mezquinos. Libertades individuales que, de no existir, quizás facilitarían en gran medida la implementación de medidas que, a la larga, podrían resultar beneficiosas para un fin determinado.
Pero vale la pena nunca olvidar que la delgada franja que separa a la democracia del autoritarismo se cruza siempre con un primer paso –creyéndose en la facultad de decidir, por ejemplo, cuántas veces viajan las personas a un país determinado, o quiénes lo hacen y quiénes no-, y precisamente es responsabilidad de quienes crecen en sociedades de libertades plenas nunca atentar contra sus fundamentos.
Publicado en “El pequeño hermano“
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