Ver en los diarios la foto de Sean Penn en Venezuela, una vez más, estrechando glamorosa y fraternalmente la mano de Hugo Chávez, consiguió arruinarme la mañana tres días atrás.
Desde luego, no era noticia para mí este vínculo entre dos hombres que son obligada referencia en sus respectivos quehaceres: Penn, como uno de los actores más versátiles y talentosos del Hollywood actual; Chávez como el presidente más rústico y vergonzante de la América Latina contemporánea. Ambos tienen envidiables posiciones en sus rankings.
Sin embargo, me gustaba olvidarme de ello. Prefería hacerme la vista gorda ante esta realidad: el oscarizado Sean Penn, el mismo que me deslumbró en Mystic River, Milk, y la tierna I´m Sam, flirtea pública e impúdicamente con el comandante venezolano, como si no fuera uno de esos personajes a los que si uno alguna vez conoció, sería mejor ocultarlo.
Pero aún en este caso, digo con amargura que comprendo un tanto a Sean Penn. Por si no se entendió: repito que lo entiendo, pero con amargura. ¿Por qué?, pues porque el Comandante Chávez, amén de haber arruinado a su país con una efectividad total, y de haber instaurado una violencia popular e institucional casi sin precedentes, ha colaborado con el filántropo artista en su organización “Jenkins-Penn” para la ayuda de los damnificados de Haití.
Como también el actor declaró sin ambages, por cierto, que la otra ayuda considerable para su fundación provenía de la armada norteamericana.
¿Yo habría aceptado dinero de un gobernante detestable para salvar vidas en un país devastado? Desde luego que sí. Al mismísimo Kim Jong Il se lo habría aceptado. Siempre y cuando no debiera estrecharle la mano después.
Pero siendo claros, tras el ejemplo del actor encontramos un número considerable de artistas, hombres de negocios, deportistas, intelectuales, cuyos talentos incuestionables en determinadas áreas no les impiden hacer el ridículo en tantas otras. Creo que cuando la política no va de la mano del sentido común, de la ilustración, es mejor cerrar la boca y dejarla de lado.
¿Cómo analizar, por ejemplo, el caso de un auténtico monstruo de la arquitectura universal como Oscar Niemeyer? El fabricador de una ciudad de artificio como Brasilia, y de obras fascinantes como el Casino de Funchal o el Museo de Arte Contemporáneo de Niterói, es también el padre de palabras como estas:
“Fidel ha demostrado que hay que reaccionar contra el régimen capitalista decadente, que solo representa dinero y poder”.
Sorprendente. Me pregunto si se trata del mismo hombre que gracias a la economía de mercado, al premio al talento notable que sólo figura en las sociedades capitalistas, ha sido capaz de amasar una fortuna millonaria, merecida donde las haya. Más aún: si se trata del mismo artista que proyecta obras cuya construcción sólo es posible en economías vigorosas. Léase: capitalistas.
La lista del horror la engrosan, por desgracia, no pocos escritores. De entre un número impreciso selecciono a dos latinoamericanos como botón de muestra: Mario Benedetti, Gabriel García Márquez.
Que este último, a pesar de haber redactado la más increíble novela escrita en castellano desde el Quijote hasta hoy –“Cien Años de Soledad”-, y ser una de las mentes literarias y periodísticas más fascinantes de la región, tenía amistades bien peligrosas, y proyecciones ideológicas francamente incomprensibles, era para mí cuento viejo. Y que además, sus libros, gracias al mercado literario capitalista, recorrían el mundo en todas las lenguas modernas, también.
Pero recuerdo mi ingenuo asombro cuando, una vez en Barnes & Noble –donde, por cierto, gracias a un amable desconocido, ya hay un ejemplar menos del Terrorista de Updike-, compruebo que ni uno solo de los libros de Benedetti falta en los estantes. Siempre en hermosas ediciones de Punto de Lectura, o Anagrama.
Sí: el apasionado progre uruguayo, autor de La Tregua y otras obras memorables, no parece preguntarse de dónde proviene el dinero que sus libros le ingresan, y, antes, se ha dedicado en un pasado más activo, a señalar al capitalismo como origen de todos los males planetarios.
Caso peor es el de otros jóvenes recién llegados al estrellato.
Creo recordar, con algo de orgullo inmodesto, que la primera vez que escuché una canción de Calle 13 me dije: “Esto es reggaetón, pero de otro calibre.” No me parece haber errado en el diagnóstico.
Porque aun cuando hoy no hacen reggaetón como en sus inicios, sino algo que a falta de mejor nombre se le ha dado en llamar “música urbana”, estos puertorriqueños han probado ser voces auténticas, a tener en cuenta en el panorama de la música hispana actual.
¿Pero qué pasa con Calle 13? Pues que por momentos, entre boconería simpática y poesía cargante, desbarran de la industria que les ha llevado a ganar 10 Premios Grammy, pero no de los ingresos que esta le genera.
Es válido, quién lo duda, “tirarles duro a los gringos” -frase de su actual hit mediático Calma Pueblo-, pero ¿por qué recoger luego con satisfacción y vítores unos premios que otorga la Recording Academy americana?
¿Por qué permitir que nada menos que Sony, ícono capitalista de la música, sea quien produzca sus vendidos y publicitados álbumes? Esto, en mi idioma, tiene un solo nombre y se lo aplico a este dúo que disfruto como pocos en su género: hipocresía ideológica.
En aras de mantener la mesura en mis juicios quiero desentenderme, esta vez, de una de las declaraciones de René Pérez, líder del dúo, durante su visita a La Habana: “Yo vine a este país porque soy un hombre libre y no tengo que pedir permiso a nadie para viajar a donde quiero”. Palabras más palabras menos, ¿verdad querido René?
Los cubanos tienen para expresiones como esa un rótulo genial: “Hablar de la soga en casa del ahorcado”.
¿Valdría la pena mencionar otro ejemplo ilustre? Siento la tentación de mencionar al “Diego de la Gente”, el futbolista más maravilloso y a la vez insoportable que ha parido mi querida Argentina, patria de narradores geniales y del fútbol que sigo con pasión de hincha convencido. Siento la tentación, pero no cedo a hablar del Diego. Demasiado farsante para dedicarle más de un párrafo. Que siga gozando de su mansión millonaria, mientras exhibe ese par de tatuajes, en brazo y pierna, que le condenan mucho más que sus vicios nefandos.
Por eso creo que, si bien suscribo lo que uno de los personajes de Salinger dice: “Hay escritores a los cuales uno, después de leerlos, desearía poder telefonearlos”, también creo que hay músicos a los que después de escuchar sus obras, futbolistas que luego de ver sus goles, y actores que luego de terminar sus filmes, deberíamos hacerles el favor de olvidarnos de ellos hasta la próxima entrega, y hacer de cuenta que no existen fuera de ese, su medio natural.
Ahora mismo no recuerdo la última vez que tuve noticias de Sean Penn.
Fonte: “El pequeño hermano”
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