Nada mejor que volver al ejemplo de Monsieur de Montaigne en tiempos de elecciones, que suelen ser tensos y a veces beligerantes, irracionales y violentos, y nada mejor que hacerlo de la mano de Jorge Edwards que, en su último libro, La muerte de Montaigne, traza una delicada y seductora imagen del célebre autor de los Ensayos. No se trata de una novela, ni de un ensayo, sino de una crónica que se vale también de aquellos géneros, e incluso de la historia, para recrear, con comentarios personales y, a ratos, pinceladas de fantasía, la vida, la obra, y, sobre todo, la sabia serenidad con que supo encarar la vida y los desórdenes de la política el Señor de la Montaña.
El gran clásico francés, modelo y maestro de Azorín, que lo leyó y releyó toda su vida y de quien aprendió tal vez esa calmosa y casi quieta manera de escribir que fue la suya, es la columna vertebral del libro de Edwards, el tronco alrededor del cual se despliega ese frondoso ramaje, los datos sobre su familia, su tiempo, sus peligrosos viajes a caballo por media Europa, las guerras de religión que desangraban a Francia, los reyes asesinados a puñaladas, las intrigas políticas. De pronto, en medio de toda esa rica materia, surge la ficción, en pequeñas escenas y episodios que añaden una orla imaginaria y risueña a la intensa recreación histórica. Los comentarios del autor son personales, astutos, inteligentes, y atestiguan una recóndita identificación con la psicología de Montaigne, el maestro que, con perfecto control de sí mismo y sin dejarse nunca arrebatar por los tumultos y riesgos que lo cercan, escudriña su entorno y lo comenta, a la vez que relee a sus amados clásicos helenos y latinos, con citas de los cuales ha pintarrajeado todas las vigas de la torre bordelesa donde se ha confinado a escribir y meditar.
Los largos intervalos sobre las conspiraciones, matanzas, odios y enredos en la corte ganan a veces el protagonismo y la figura de Montaigne se desvanece en ese fresco animado de las peripecias militares, sociales y políticas, pero luego reaparece y sus lúcidas y penetrantes reflexiones arrojan una luz que vuelve racional e inteligible lo que parecía caos, barbarie, incomprensible trifulca de gentes ávidas de poder. La fuente histórica principal de Jorge Edwards es Michelet, prosista eximio, pero relator parcial y a veces inexacto de las peripecias e intervenciones de Montaigne en la vida política (fue alcalde de Burdeos y amigo y consejero de Enrique III de Navarra antes de que llegara al trono francés).
El libro se lee con el mismo placer que ha sido escrito y el lector queda, al final, tan prendado del Señor de la Montaña como el propio Jorge Edwards o como lo estuvo Azorín. Edwards es un magnífico cronista, acaso el último cultor de un género casi extinguido y este libro me parece uno de los mejores que ha escrito, en todo caso en el que se ha acercado más y mejor al tema complejo de la vocación literaria, de la manera como la literatura nace de la vida vivida y vuelve a ella a través de quien, inspirado en sus propias experiencias, fantasea, inventa otra vida imaginaria y mediante lo que escribe impregna y sutilmente altera la vida verdadera, a veces para mejor, pero también algunas veces para peor.
En las páginas finales de La muerte de Montaigne hay unas reflexiones de autor sobre la muerte y el cementerio del balneario chileno de Zapallar (donde está enterrado José Donoso) que ponen una nota melancólica y triste en un libro que es un canto de amor a quien encarnó mejor que nadie la vida tranquila, la serenidad, la domesticación de los instintos y la pasión por la razón y las buenas lecturas.
¿Cómo pudo Montaigne sobrevivir al salvajismo de la vida política, del fanatismo religioso, del mundillo de intrigas de codiciosos, envidiosos y desalmados con quienes tuvo que codearse en los años de su quehacer cívico y en las relaciones con los poderosos de su tiempo a quienes frecuentó, a la vez que los observaba como un entomólogo para autopsiarlos en sus ensayos? Gracias a su extraordinaria prudencia, a su implacable serenidad. Nunca se dejó llevar por las emociones, es posible incluso que hasta refrenara su amor por la joven Marie de Gournay, que sería su devota editora, luego de hacer un ponderado balance de las conveniencias e inconveniencias de contraer una pasión senil (en su época la cincuentena era ya la vejez), siempre por la inteligencia y la razón. Confieso que, a mí, tanta serenidad en una persona me impacienta y me aburre un poco, pero no hay duda de que, en un campo específico, el de la política, si prevaleciera la juiciosa actitud de Montaigne, habría menos estragos en la sociedad y la vida de las naciones hubiera sido más civilizada de lo que fue y es todavía.
De la campaña por las elecciones municipales y autonómicas de España, que tiene lugar mientras escribo este artículo, hasta ayer el Señor de la Montaña hubiera dicho, sin duda, que era un ejemplo de buena conducta ciudadana, pues, aunque las encuestas pronostican un resultado catastrófico para los socialistas, el partido de gobierno, todo transcurría con total normalidad, como un educado cotejo de propuestas entre los diversos candidatos y tranquilos mítines con bocadillos, gaseosas y lánguidos discursos. Pero, ayer, de pronto, sin que nadie lo previera, las ciudades de media España se llenaron de millares de ruidosos manifestantes, sobre todo jóvenes desempleados, convocados a través de las redes por fantasmas, bajo el eslogan de “Democracia ya”, pidiendo a los ciudadanos que se abstuvieran de votar, para sancionar de este modo a una clase política a la que acusan de insensibilidad, y también a los banqueros. Aunque todo el mundo se declara solidario de los cinco millones de parados que ha dejado la crisis en España, nadie entiende bien qué es lo que representa este movimiento, si es una tardía secuela de lo que fue el mayo del 68 en Francia, ni menos qué consecuencias tendrá en las elecciones del día 22.
¿Qué hubiera dicho Montaigne al respecto? Sin duda que había que inquietarse, pues, aunque sea comprensible la frustración y la ira de quienes se han quedado sin trabajo o han visto desbarrancarse su seguridad y sus niveles de vida por culpa de las malas políticas, abstenerse de votar, es decir, dar la espalda a la esencia misma de la democracia, no va a resolver para nada este problema, sino más bien agravarlo, dando aliento a quienes quisieran acabar con el sistema que, por defectuoso que sea, sigue siendo el que mejor ha sabido contener la violencia social, el que ha combatido con más éxito la pobreza, el único que garantiza la pacífica alternancia en el poder, y el que ha dado los más altos niveles de vida a las sociedades desarrolladas de nuestro tiempo. Y concluiría tal vez con esta sentencia: no se apaga un incendio echando baldazos de queroseno al fuego.
¿Y qué diría el autor de los Ensayos sobre la segunda vuelta de las elecciones peruanas entre Keiko Fujimori y Ollanta Humala? Probablemente que, bajo la apariencia de una pacífica contienda presidencial, ha vuelto a asomar en el Perú la barbarie tercermundista. Porque la razón parece haberse eclipsado casi por completo de esa campaña, expulsada por la pasión, el miedo, el odio, la mentira y el sectarismo más cerril. La guerra sucia y formas todavía larvadas de fascismo han reemplazado el debate de ideas, propuestas y programas. Y como la inmensa mayoría de los dueños de los medios de comunicación quieren que sea la señora Fujimori, hija del dictador que ahora cumple 25 años de condena por asesino y por ladrón, la que gane las elecciones, la campaña consiste en un verdadero soliloquio de ataques despiadados a través de todos los órganos de expresión contra Ollanta Humala, a quien se sigue acusando de querer implantar en el Perú un modelo semejante al del dictadorzuelo venezolano Hugo Chávez, pese a sus desmentidos y a su nuevo programa de gobierno, en el que han quedado categóricamente excluidas la reelección presidencial, la estatización de empresas, la intervención en los medios de prensa y garantizadas la libertad de expresión y la economía de mercado.
¿Resistirá una mayoría de electores este frenético lavado de cerebro a que está sometido el pueblo peruano por quienes quieren resucitar la ominosa dictadura de Fujimori y Montesinos para defender así su peculiar idea de la democracia? Si semejante cosa ocurriera, se podría decir que, pese a todas las apariencias en contrario, la lección de sabiduría y racionalidad de Montaigne ha arraigado inesperadamente, allende los mares, en el Perú de “metal y de melancolía” que cantó García Lorca.
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