Hay un detalle de nuestra realidad que fascina a los turistas y sorprende a los coleccionistas de todo el mundo: la cantidad de autos antiguos que aún circulan por las calles del país. Ahora mismo, en alguna avenida de La Habana ronronea un Chevrolet de 1952 y un Cadillac –con más edad que el propio ministro de transporte- hace de taxi colectivo. Pasan por nuestro lado destartalados o recién pintados, a punto de colapsar o de ganar una competencia por su buen estado de conservación. Estos milagros rodantes forman parte ya de nuestro paisaje cotidiano, tal y como las largas colas, los ómnibus repletos y las vallas políticas.
En un primer momento, los visitantes muestran sorpresa y alegría al ver el parque temático del pasado que conforman estos vehículos. Se hacen fotos alrededor de ellos y pagan hasta el triple de un pasaje con tal de sentarse en sus amplios interiores. Después de preguntarle al chofer, los asombrados extranjeros descubren que la carrocería de aquel Ford -de principios del siglo XX- cubre un motor de Fiat de hace sólo una década y que le han adaptado las ruedas de un Lada. En la medida en que se ganan la confianza del propietario, éste les cuenta que el sistema de frenos se lo donó un amigo europeo y que las luces delanteras eran originalmente de una ambulancia.
Los veraneantes se maravillan ante el gusto de los cubanos por conservar tales reliquias del ayer, pero pocos saben que se trata más de una necesidad que de una predilección. No es posible ir a un concesionario y comprar un auto nuevo, aunque se cuente con el dinero para pagarlo al momento, de manera que nos vemos obligados a remendar los viejos. Sin esos artefactos del siglo pasado, nuestra ciudad sería menos pintoresca y cada día más inmóvil.
(Publicado em “Generación Y”)
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