El mal negocio de las empresas públicas
Por otra parte, esa percepción también deja en claro lo contraproducente que suele ser la estatización de la producción, la mal llamada nacionalización de las empresas. En realidad, como queda dicho, todas las empresas son parcialmente estatales, en la medida en que el conjunto de la sociedad recibe en calidad de impuestos un porcentaje de los beneficios. Ese porcentaje suele situarse entre un veinte y un treinta y cinco por ciento, pero la experiencia demuestra que no suele ser inteligente tensar demasiado la presión fiscal para no perjudicar el crecimiento de la empresa y dañar nuestro propio bolsillo. Además, para la sociedad es una extraordinaria ventaja gozar de un porcentaje de las ganancias sin tener que arriesgarse cuando se producen pérdidas. Sin embargo, cuando la empresa es estatal, si hay pérdidas éstas deben ser sufragadas por todos los contribuyentes, algo que no sucede cuando se trata de una entidad privada.
Podría alegarse que las empresas estatales también pueden ser una fuente de ingresos cuando generan beneficios, pero la experiencia demuestra que ése no es un panorama habitual; por las siguientes cinco razones, mil veces comprobadas:
1. La productividad de las empresas públicas es mucho más baja que la que se observa en la empresa privada. Esto quiere decir que el costo del bien o del servicio producido es mucho más alto durante el proceso de creación, lo que da lugar a que los precios se eleven notablemente cuando lo consumimos.
2. Como las empresas públicas, por su propia naturaleza, son ineficientes, la tendencia del Gobierno es a esconder esa falta de eficacia blindándolas contra la competencia mediante la creación de monopolios públicos y medidas proteccionistas que perjudican al consumidor y retrasan tecnológicamente a la sociedad. Esto se ve muy claramente en las empresas de comunicación.
3. Con frecuencia, esos altos costos se enmascaran mediante subsidios, y las personas más ingenuas llegan a pensar que el producto o servicio es malo pero gratis, cuando lo que en realidad sucede es que es malos y, encima, carísimo, sólo que lo costeamos mediante los impuestos que pagamos al Estado, dilapidando insensiblemente unos caudales que podrían ser empleados con mejor provecho en otras zonas de las grandes necesidades públicas.
4. Las empresas públicas suelen ser unas corruptas entidades regidas por relaciones clientelistas, manejadas con criterios partidistas, inmensamente más costosas que las compañías equivalentes existentes en el sector privado, como se puede comprobar en la mexicana Pemex o en la venezolana Pdvsa, dos monopolios públicos dedicados al lucrativo negocio de extraer y vender petróleo.
5. Como las deficiencias de las empresas estatales no le duelen directamente a nadie en el bolsillo -se trata de un daño difuso y generalizado-, y como los responsables últimos son políticos que procuran su reelección, las empresas y los políticos se convierten en rehenes de unos trabajadores que generalmente no han sido contratados por sus méritos sino por su militancia, y a los que no se les suele exigir un mejor comportamiento laboral para evitar huelgas y protestas que dañen electoralmente al Gobierno. Si hay un patrón indefenso ante los conflictos, ese patrón suele ser el Estado. Por eso, el Estado cede ante la presión de los trabajadores, aunque se trate de un abuso manifiesto que perjudica al conjunto de la sociedad.
6. La inevitable pregunta que sigue a la descripción de esos cinco grandes males que entorpecen la gestión de las empresas públicas es la siguiente: ¿quiere usted ser accionista pasivo de unas compañías privadas que le van a entregar un alto porcentaje de sus beneficios aunque usted no invierta nada, y que nada le van a exigir si fracasan, o prefiere ser un accionista activo de las empresas públicas, generalmente muy mal manejadas, cuyos fracasos tendrán que ser sufragados con su dinero y el de todos los contribuyentes? Cualquier persona racional capaz de medir sus verdaderos intereses sabe la respuesta. No parece haber duda de que lo que le conviene al ciudadano es que el Estado no intervenga en los procesos productivos, sino que deje esas tareas a la sociedad civil.
Ello no quiere decir que el Estado deba abstenerse siempre de convertirse en empresario y producir algunos bienes y servicios, sino que debe desempeñar ese papel excepcionalmente, y si es posible mediante la contratación de terceros, a los que se les pueda exigir resultados. Si, por ejemplo, un remoto caserío necesita agua, electricidad, teléfono, servicios médicos y escuela, elementos que la empresa privada no se encuentra en disposición de proporcionar, el Estado debe buscar la manera, directa o indirectamente, de llevar esos servicios a los habitantes del lugar. Es lo que se ha dado en llamar el principio de subsidiariedad.
Publicado em “La Ilustración Liberal”
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