Regresa a media voz, toca la puerta con cautela ese amigo que hace más de un año no ha querido acercarse. No habla del largo tiempo que pasó sin venir, ni de las causas, pero de la manera en que nos mira todo queda dicho. El miedo, ese elemento que pone a prueba los afectos y echa ácido corrosivo sobre las declaraciones de fidelidad lo ha mantenido lejos. Ahora ha vuelto por sólo unos minutos. Mientras se queda en nuestra sala habla en un susurro y señala hacia micrófonos diminutos y ocultos que él imagina en cada esquina. Lo invitamos a compartir un par de huevos fritos, un trozo de malanga y algo de arroz, ni una palabra de reproche. Actuamos como si lo hubiéramos visto ayer o nos hubiera llamado esta misma mañana, como si nunca se hubiera alejado.
Sin embargo, algo se ha roto irremediablemente. De ahí que sólo le comentemos de la familia, de las nietas de Reinaldo que crecen cada día y del nuevo interés de Teo por tocar la guitarra. Ni una sola frase de ese lado gratificante y doloroso de nuestras vidas que surge de expresarnos libremente en un país lleno de máscaras. Cuando parece que los temas se agotan, estiramos la conversación mencionando la lluvia o las historias de violencia que cada día se vuelven más comunes en esta ciudad. Para llenar el vacío que ha creado la distancia, contamos que el aceite para cocinar está perdido y al detergente le ha tocado esta semana jugar a los escondidos en las tiendas. Obviamos, a propósito, los proyectos futuros, las aprensiones cotidianas, el cerco policial y el dolor que nos traen los que se apartan.
Después de un rato, el amigo se va y nos quedamos convencidos de que no regresará en un año o dos, en una eternidad o dos. Quién sabe, quizás esté aquí antes de lo que creemos, palmeando nuestros hombros y diciéndonos que cuando todos se retiraron espantados, él no se dejó contagiar por el temor y desde su habitación, desde su protegida lejanía, nos acompañó en cada paso.
Publicado em “Generación Y”
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