La nueva libreta de racionamiento nos sorprendió a finales de diciembre,justo cuando se acrecentaban los rumores fúnebres alrededor de este cuadernillo de páginas cuadriculadas. Llegó, como cada año, rodeada de ansiedad y de fastidio, sumiéndonos en ese conflicto de evitación-aproximación que genera lo subvencionado. En sus pequeñas hojas percibo la ausencia de muchos productos que una vez conformaron la cuota mensual, hoy reducida apenas a un repertorio monótono con insuficientes valores nutritivos e importes en ascenso.
Por primera vez, en nuestra casa todos estamos ubicados en el mismo grupo etario de los cinco que ha definido el Ministerio del Comercio Interior. Justamente en la casilla de 14 a 64 años aparece mi hijo junto a Reinaldo y a mí, pues al menos tres generaciones de cubanos hemos visto a los bodegueros apuntar lo que podemos llevarnos a la boca. Atrapados en la minusvalía material, millones de compatriotas están colgados de los precios asistidos para sobrevivir. El racionamiento es trampolín y caída segura, dependencia con la que todos quieren terminar, pero de la que casi nadie se puede salir.
Miro mi nombre escrito junto al de Teo y me asusta que su prole también reciba leche sólo hasta los siete años, le asignen un jabón de lavar cada dos meses o una pasta insípida para lavarse los dientes. Me estremece imaginar que de aquí a treinta años, aún se deba acreditar -con un certificado médico- la existencia de una úlcera para tener derecho a unas onzas de carne o a una bolsa de yogurt de soya. Con sus cantidades mínimas y su calidad dudosa, el mercado racionado nos ha inculcado también una malsana gratitud y un complejo de culpa que no podemos heredarle a los que vengan. Si llega otro diciembre y nos entregan una nueva libreta, no será porque hayamos sorteado los recortes económicos, sino porque hemos descendido un escalón más en nuestra autonomía ciudadana.
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