La vida doméstica impone ingratas obligaciones. El grifo del fregadero gotea, la lámpara de la sala no enciende, el llavín de la puerta tiene dificultades y un mal día, ¡horror! se rompe el refrigerador. Aterrados comprobamos que el congelador comienza a gotear y que ha cesado el típico zumbido de la máquina. Una tragedia de esa envergadura vivió un conocido nuestro la semana pasada.
Temprano en la mañana telefoneó a la Unidad de Reparaciones Domésticas más cercana, pero no respondían o sonaba el tono de ocupado. Decidió ir hasta allí y en la recepción una muchacha pulía meticulosamente sus uñas. Apesadumbrado le contó la historia de su electrodoméstico y describió los síntomas. Incluso estuvo a punto de aventurar un diagnóstico, pero en ese momento ella lo interrumpió anunciándole que seguramente se trata del timer y en el almacén no tenían esa pieza de repuesto. Le aclaró que el taller tenía una lista de espera que se prolongaba a un par de meses. Como hombre inteligente, con experiencia de la vida, el necesitado cliente le formuló la pregunta correcta en el tono adecuado: “¿Y eso no puede resolverse de otra forma? La mujer dejó su labor de manicure y llamó a gritos a un mecánico.
Después de acordar el precio, todos quedaron satisfechos. Al mediodía, el refrigerador había vuelto a funcionar y el técnico regresaba a su casa con el equivalente a casi dos meses de su salario. Esa noche, mi conocido, que es barman en un hotel cinco estrellas, llevó a su trabajo varias botellas de ron compradas en el mercado negro. Con ellas despachó los primeros mojitos y las gustadas piñas coladas que los turistas bebieron. No sospechaban ellos que estaban ayudando así a rellenar el agujero dejado por la reparación del refrigerador, el enorme socavón que había sufrido el presupuesto del barman.
(Publicado em “Generación Y”)
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