La visita de Barack Obama a Chile, Brasil y El Salvador la próxima semana no debería despertar esperanzas de un resultado apoteósico. Estados Unidos ha tenido poca incidencia en las mejores cosas que están sucediendo allí: la explosión de la clase media y la marginación de la extrema izquierda. Lo negativo, en cambio –la violencia derivada de la guerra contra las drogas— tiene que ver con una política estadounidense que tomará años modificar.
A América Latina y el Caribe les falta mucho: sólo Chile y Barbados están entre las cincuenta economías más competitivas. Sus universidades producen seis científicos sociales por cada dos ingenieros. Y el aluvión de dinero que se nota en estos países se debe en parte a la demanda china por sus “commodities”. Pero ha habido un notable salto hacia adelante gracias a la inversión y el comercio. La pobreza ha caído a un tercio de la población —30 millones de brasileños engrosaron las filas de la clase media en ocho años— y Perú, Colombia y Panamá viven una bonanza, mientras que Chile está otra vez en forma tras su terremoto del año pasado.
La última vez que Estados Unidos planteó a la región una visión común fue con el Tratado de Libre Comercio de las Américas. Una vez fracasada esta propuesta, Washington perdió interés. En cierto sentido, el despegue económico ha tenido lugar a pesar de algunas políticas norteamericanas: seis productos de exportación brasileños padecen barreras proteccionistas en este mercado y el Congreso estadounidense nunca ratificó el Tratado de Libre Comercio suscrito por Colombia hace cinco años. El progreso se debe sobre todo a un amplio consenso político en favor de las democracias de mercado. Como ha dicho el reformado ex guerrillero salvadoreño Joaquín Villalobos: “Los recursos naturales, la ayuda exterior, los acuerdos de libre comercio y los préstamos no tienen el efecto de la madurez política”.
Una consecuencia de este consenso ha sido la menguante influencia de la izquierda antediluviana, o sea Cuba y Venezuela, apoyada por Bolivia, Ecuador y Nicaragua. Uno de los anfitriones de Obama, Mauricio Funes, ha frustrado los esfuerzos de su partido, el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional, por alinear al país con Venezuela, mientras que el uruguayo José Mujica, un ex guerrillero tremebundo, ahora es un aburrido socialdemócrata. Incluso el paraguayo Fernando Lugo, que alguna vez tocó las puertas del aquelarre revolucionario, está seduciendo al capital extranjero.
Hugo Chávez padece la debacle crónica que incubó. Su principal aliado sudamericano, el boliviano Evo Morales, es ahora odiado por dos terceras partes del país. El nicaragüense Daniel Ortega trata de hacerse reelegir a pesar de una prohibición constitucional, pero eso en parte se debe a una cortesía de la oposición dividida.
También en este caso puede decirse que el encogimiento de la izquierda lunática —aun más trascendental que el despegue económico— debe poco a influencias de Estados Unidos.
La otra cara de la moneda es la pesadilla de orden público alimentada por la guerra contra las drogas. Aquí la política estadounidense sí es un factor. En los 90´, bajo presión de Washington, el cultivo de coca saltó del Perú y Bolivia a Colombia. Cuando Colombia ajustó las clavijas, saltó de nuevo al Perú, donde la superficie cultivada se ha incrementado un 70 por ciento y la producción se ha triplicado. El mismo juego de las sillas musicales se ha dado en relación a las rutas comerciales. Cuando Estados Unidos cerró el corredor del Caribe, México lo sustituyó. Tras la muerte de miles de personas en los enfrentamientos ocurridos en México, algunos de los carteles —¡oh sorpresa!— la emprendieron hacia el sur. Ahora Los Zetas y el cartel de Sinaloa están causando estragos en Guatemala, donde la tasa de violencia es cuatro veces mayor que la de México, y Honduras, donde la tasa es aún peor.
A pesar de que varios estados norteamericanos permiten la marihuana medicinal y el consumo personal ya no es objeto de intensa persecución en Estados Unidos, la política antidrogas de Washington en América Latina no ha cambiado un ápice. Los llamamientos de un amplio espectro de personalidades políticas e intelectuales latinoamericanas, así como de importantes instituciones, para corregir el enfoque represivo han caído en saco roto. Tres ex Presidentes —el brasileño Fernando Henrique Cardoso, el mexicano Ernesto Zedillo de México y el colombiano César Gaviria— presentaron sin éxito un inteligente documento al respecto en 2009.
El resultado es un infierno que tiene lugar en países donde el flujo de armas procedentes de Estados Unidos no tiene fin (México ha confiscado más de 100.000 armas automáticas que ingresaron desde el otro lado de la frontera). La demanda de drogas en Estados Unidos, mientras tanto, se ha mantenido estable y los precios han caído debido a la oferta imparable.
Obama sabe todo esto, pero no tiene estomago suficiente, en este momento, para la prolongada lucha que supondría un cambio de la política antidrogas. Y hasta ello que suceda, como tuve ocasión de oírle decir hace poco al Presidente Felipe Calderón en México, no es realista esperar que algún país latinoamericano serio desafíe a Washington por su cuenta.
Alvaro Vargas Llosa es académico senior en el Independent Institute y editor de “Lessons from the Poor”.
(c) 2011, The Washington Post Writers Group
Fonte: El Instituto Independiente
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