Un rápido análisis de la situación económica y social de América Latina nos revela que estamos ante la porción más atrasada y políticamente inestable de Occidente. Un mundo, el nuestro, en el que la mitad de la población es clasificada como pobre o extremadamente pobre, y ante esta amarga realidad subsiste un tenso y recurrente debate sobre cómo afrontar y superar el fracaso. No obstante, entre nosotros, lamentablemente, todavía tienen vigencia ciertas supersticiones ideológicas que agravan la situación porque proponen diagnósticos y terapias totalmente descartados en otras latitudes del planeta considerablemente más felices y mejor organizadas.
El Estado en América Latina
Comencemos exactamente con la pregunta clave: ¿cómo se relacionan la sociedad y el Estado en nuestro mundo? Y la respuesta es muy preocupante. En América Latina, salvo en los casos de Costa Rica y Chile -el Chile de los últimos tiempos-, las sociedades no se encuentran conformes con el Estado en el que conviven y están dispuestas a ensayar cambios drásticos. Por eso es frecuente que apoyen golpes militares o a grupos violentos de izquierda que pretenden derrocar a los gobiernos por la fuerza, redacten nuevas constituciones incesantemente y sigan a caudillos iluminados que prometen cambiar rápidamente el panorama social y acabar con las injusticias con un manotazo sobre la mesa.
¿Cómo sorprenderse? Es totalmente lógico que nuestras sociedades vivan inconformes con el sector estatal y deseen cambiarlo. Entre los factores que más estrepitosamente han fallado en nuestras sociedades está el Estado. No ha cumplido eficientemente ninguna de las funciones básicas para las que se supone que existe, y casi todos los ciudadanos debemos sufrir por lo menos diez lacras que desacreditan nuestra vida pública y generan el más profundo desprecio en nuestros pueblos contra el espacio común en que estamos obligados a convivir. Como regla general, nuestros Estados:
– No protegen nuestras vidas porque apenas proporcionan seguridad. En los años de gobierno de Hugo Chávez ha habido en Venezuela más de cien mil asesinatos, homicidios y muertes violentas. Colombia desde hace décadas es un matadero incontrolable. México, Brasil y Argentina no son capaces de erradicar las mafias. Las maras aterrorizan a casi toda Centroamérica. En muchos países, las personas que han logrado hacer fortuna, a veces muy poca fortuna, deben protegerse con barrotes, muros, carros blindados, perros, guardas de seguridad y todo tipo de alarmas y cautelas para evitar ser robadas o secuestradas.
– Los Estados no protegen la propiedad porque condonan la ocupación ilegal de tierras y bienes inmuebles, confiscan depósitos bancarios, malgastan o malversan alegremente los fondos de jubilación, o manejan arbitrariamente el valor de la moneda, empobreciendo criminalmente a los ahorradores, que es una de las formas más descaradas del robo.
– Con frecuencia, la policía no es confiable. Tiene pocos conocimientos y escasos recursos técnicos para investigar. A veces se asocia a los maleantes para proteger a los delincuentes y dividir con ellos el botín. Las cárceles son criaderos de criminales, hoteles de lujo para los condenados provistos de cuantiosos recursos procedentes del delito, o son depósitos de detritus humanos a los que se trata despiadadamente, y en los que no existen vestigios de intentos de rehabilitación.
– En nuestros Estados, con pocas excepciones, tampoco funciona la justicia. El poder judicial suele estar politizado. La impunidad es la norma. Se investiga mal, y la instrucción de cargos, las pocas veces que se logra, es muy deficiente. Las sentencias se compran y venden o son utilizadas por los gobiernos para someter o extorsionar a las personas juzgadas. Los políticos utilizan el sistema judicial para perseguir a sus adversarios y sacarlos del juego. Los jueces exhiben una preparación escasa porque los estudios de Derecho se han deteriorado notablemente y no hay buenos institutos para la formación de la judicatura. Los juicios tardan una eternidad, las posibilidades de obtener fallos justos son muy reducidas y los ciudadanos se sienten desamparados.
– El poder legislativo tampoco merece crédito. Los parlamentos no son mucho mejores que el poder judicial. Los legisladores se asignan y reparten privilegios a veces escandalosos. En algunas naciones reciben mayores salarios que en la opulenta Europa. Pero ni siquiera así se conforman: hay Estados en los que los parlamentarios reciben dinero secretamente para que aprueben las leyes. Existe un exceso de legislación, con frecuencia contradictoria, y muchas veces imposible de cumplir. Cambian las reglas del juego cómo y cuándo les conviene. En casi todas las encuestas los parlamentos aparecen como la institución más desacreditada.
– En nuestros Estados, los funcionarios y gobernantes -al menos muchos de ellos- violan o ignoran las reglas de licitación y solicitan o aceptan comisiones para la ejecución de obras públicas, convirtiendo la corrupción en una forma habitual de enriquecerse, a veces espectacularmente, aumentando con ello los costos generales de transacción y el sostenimiento del Estado, esfuerzo extra que debe sufragar la población con sus impuestos y tributos.
– La educación pública suele ser rematadamente mala, de acuerdo con todas las pruebas internacionales. ¿Por qué? Porque los maestros adquieren una pésima formación en mediocres facultades de pedagogía, rara vez surgen del grupo de los mejores estudiantes, se les paga miserablemente, e imparten clases en edificios destartalados, sin libros ni recursos didácticos, bajo la orientación de sindicatos extremistas que no muestran el menor interés en la calidad de la educación ni en el mejoramiento académico de los docentes.
– Los servicios de salud pública son escasos, de baja calidad, muy mal dotados, y apenas existentes en las zonas rurales, donde los niveles de escolaridad rara vez exceden los primeros grados.
– Pero tan nefasto como el panorama descrito suele ser el abusivo trato de la burocracia pública. No funciona la meritocracia. No ascienden los mejores ni se separa de sus cargos a los ineficientes. El Estado no es un sitio al que se va a trabajar para beneficio de la comunidad, sino a cobrar un salario con el compromiso de apoyar al gobernante de turno. No hay espíritu de servicio, y los plazos administrativos se eternizan. La solución de los trámites a veces exige el pago de sobornos. Los expedientes se pierden y no hay a quién acudir para obtener lo que el derecho teóricamente nos concede.
– En nuestros Estados, el favoritismo es rampante. No hay turno que no se salte el que posee influencias. “Quien tiene padrino se bautiza”, dice el refrán, y no hay sanción severa para el burócrata que viola las normas ni para el ciudadano que se beneficia de ello.
Con semejantes Estados, totalmente incompatibles con la creación sostenida de riquezas, ¿puede alguien sorprenderse de que una buena parte de la ciudadanía, a veces mayoritaria, esté dispuesta a seguir a cualquier flautista de Hamelín que, como en el cuento de los hermanos Grimm, los lleve a la catástrofe convocando a la aventura populista o revolucionaria? ¿Qué más pueden temer un ciudadano desesperado, padre de una familia casi siempre numerosa, o una madre soltera, generalmente desempleados crónicos o con trabajos precarios, que viven en unas casuchas derruidas, rodeados de niños hambrientos y con parásitos, cobijados bajo un techo de zinc, sin agua potable ni alcantarilla, acostumbrados a robarse ilegalmente la electricidad porque carecen de dinero para pagarla? Es cierto que pueden perder la libertad, y eventualmente podrán comprobar cómo la estupidez de los nuevos gobiernos de la izquierda carnívora les cierra el camino de la superación personal, perpetuando su pobreza y convirtiéndolos en unos miserables estómagos agradecidos para siempre, pero esa triste realidad es algo que todavía no han experimentado. Por ahora todo lo que saben es que el Estado ha fallado, que sobreviven malamente en un mundo con muy pocas oportunidades, en el que las instituciones republicanas no les han servido para construir una vida decente en la que sea razonable tener esperanzas de superación para ellos o para sus familias.
(continua)
Publicado em “Libertad Digital”
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