El censo norteamericano arroja la cifra de cincuenta millones de “hispanos”. Las dos terceras partes de esa masa humana son de origen mexicano. Aparentemente, la definición de hispano viene dada por el idioma que hablan o que hablaban sus antepasados, o por el patronímico familiar.
Un señor de apellido Pérez, norteamericano de cuarta generación, que no habla una palabra de español, es un hispano. En cambio, mi amigo Patterson, brillante profesor de Filosofía, un cubano negro radicado en Miami, que habla inglés con un acento muy fuerte, “patrióticamente malo”, como quería Unamuno que se hablaran los idiomas extranjeros, no es exactamente un hispano de acuerdo con el censo. Pero tampoco es un afroamericano. Ignoro en qué casilla Patterson hizo su cruz en la famosa planilla.
El censo americano es un disparate conceptual. La actriz Jeniffer López, de ascendencia puertorriqueña, por ejemplo, es hispana. La actriz Cameron Díaz, descendiente de cubanos, en cambio, no es hispana. ¿Por qué? Imposible saberlo.
Hay algo, también, de “identidad estratégica” voluntariamente asumida. Dado que las autoridades de Washington se han metido en este absurdo berenjenal de clasificar a la sociedad de diversas maneras (por el color de la piel, por los apellidos, por la geografía, por la etnia), los clasificados aprenden a utilizar esa supuesta identidad cuando les conviene.
Por ejemplo, los cinco talentosos hijos de un matrimonio amigo –un varón y cuatro mujeres–, blancos, inteligentes, de clase media alta, nacidos en Estados Unidos, afortunadamente dotados con un apellido hispano, utilizaron este factor insustancial para acceder a buenas universidades, a préstamos preferentes y a la protección burocrática que beneficia a las minorías.
¿Qué los hacía merecedores de esa “acción afirmativa”? En realidad, algo que era una ventaja comparativa con relación a los anglos: eran bilingües y biculturales. Es decir, obtenían ciertos privilegios por poseer una identidad más rica y compleja. Las cuatro mujeres, hoy casadas con norteamericanos, casualmente de origen irlandés, adquirieron los apellidos de los maridos y ya ellas y sus descendentes desaparecieron mágicamente del censo hispano.
Hay una contradicción esencial entre la concepción jurídica de la nación americana y el censo que el país realiza cada diez años. Se supone que Estados Unidos es una república legalmente igualitaria que no toma en cuenta el sexo, la raza, el origen, la religión o la cultura de quienes viven voluntariamente sometidos a su Constitución. El Estado concebido por los padres fundadores partía de esa premisa. Con el tiempo, algunos estudiosos comenzaron a hablar del “patriotismo constitucional” como gran cohesivo de la sociedad. Ser americano era, simplemente, colocarse bajo la autoridad de la ley.
El Censo, en cambio, desde la perspectiva del mainstream –esos 200 millones de norteamericanos blancos-no hispanos— clasifica caprichosa y quizás inconstitucionalmente a los 110 millones restantes (afro-americanos, hispanos de todas las razas, asiáticos y otras criaturas residuales de difícil taxonomía), sin detenerse a observar que su propia definición va cambiando con el tiempo.
¿Qué categoría es ésa “blanco-no hispano” que ocupa las dos terceras partes del censo? Hace varias décadas los italianos, irlandeses y judíos sufrían grandes discriminaciones y no eran considerados exactamente como blancos por la corriente dominante fundada en la prejuiciada mirada de una cultura que, en sus orígenes, fue anglo-germana-holandesa. Con el tiempo, sin embargo, las filas de los blancos fueron abriéndose e incorporando a otros pueblos deseosos de fundirse dentro del melting pot de la corriente central de la sociedad norteamericana.
El propio presidente de Estados Unidos es un enigma para el dichoso Censo. ¿Por qué es un afroamericano si su madre era una señora blanca y él ha vivido la mayor parte del tiempo en un medio muy exclusivo y predominantemente blanco? ¿Por qué no es considerado un “euroamericano” si de allí vienen el 50% de sus genes y el 100% de su cultura? Pero, a los efectos de la colectividad y de su trabajo como jefe de Estado, ¿qué interés real tiene la composición genética del presidente Obama? ¿A quién le importa esa absurda clasificación?
No hay duda de que es importante censar a las sociedades, averiguar sus condiciones materiales de vida, identificar sus carencias y necesidades y tomar nota de los cambios, pero es un disparate introducir en la encuesta factores subjetivos de imposible ponderación, casi siempre anclados en el prejuicio. Contrario a lo que pudiera pensarse, estas clasificaciones, lejos de acelerar la integración de los inmigrantes en una sociedad saludablemente homogénea en el terreno cultural, lo que consiguen es prolongar las diferencias.
Lo he contado varias veces porque me parece un ejemplo precioso: en Derso Uzala, la película de Akira Kurosawa, cuando el oficial ruso le preguntan a Dersu, un cazador nómada chino que deambula por la estepa, a qué país pertenece, éste se queda mirando, asombrado, y responde: “yo soy un ser humano”. Eso es lo único importante.
Fonte: Firmas Press
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