Los insospechados hallazgos de William Mangin, el científico social norteamericano que, a diferencia de lo que muchos creen, fue el primero en estudiar la informalidad en el Perú.
Publiqué hace unos años tres textos demostrando que William Mangin, antropólogo norteamericano, había sido el primero en estudiar la economía informal en el Perú y en divulgar la visión de este fenómeno como algo que representaba un enorme potencial. Publicó varios textos en Estados Unidos y uno en La Prensa, de Pedro Beltrán. Como mi amigo “Peluca” de Soto ha eludido debatir conmigo sobre este y otros temas, ofrezco una versión ligeramente actualizada del primero de aquellos textos.
Hago una consulta a un historiador norteamericano a propósito de un asunto menor, y me dice: “Te respondo si me prometes que harás justicia en el Perú a William Mangin, el hombre que se adelantó 30 años en la exaltación de la economía informal y a quien nadie menciona”.
El chantaje me desarma, de modo que me zambullo en la obra de este antropólogo jubilado de Syracuse University. Descubro, en efecto, que lo vio y lo supo todo con tres décadas de anticipación. Si el Perú, donde realizó meticulosas pesquisas en los años 50 y 60, hubiera prestado atención a los textos académicos en los que desbarató los prejuicios que entonces rodeaban –y rodean todavía– a la economía informal, seríamos una mediana potencia.
En la parte final de El otro sendero se concluye que los informales no son, como creen la izquierda y la derecha, un problema: más bien, un problema que contiene su propia solución. Los jóvenes liberales de entonces no sospechábamos que esa idea y esa frase eran también el título de un deslumbrante ensayo de Mangin publicado en el verano de 1967, en la Latin American Research Review: “Latin American Squatter Settlements: a problem and a solution”. No es su única contribución a la materia. Tres años después recogió en un libro del que fue editor, Peasants in cities (Campesinos en las ciudades), varios ensayos más, entre ellos “Tales from the barriadas” (Relatos de las barriadas, como se llamaba entonces en el Perú a los pueblos jóvenes).
Mangin comprendió que en los pueblos jóvenes germinaba no una revolución proletaria sino una economía de mercado, y que la gente daba respuestas creativas, audazmente empresariales, a unas condiciones creadas por la proliferación de obstáculos legales, en abierto desafío a un Estado incapaz de brindar los servicios prometidos.
Antropólogo intelectualmente honrado, acató lo que sus ojos vieron y lo dijo sin ambages. En 1963, antes de que mis padres estuvieran casados, ya escribía: “Las barriadas son por lo general lugares tranquilos habitados por grupos de familias muy trabajadoras, pero su imagen pública es: violencia, inmoralidad, pereza, crimen y política revolucionaria de izquierda”. Dos años después, gracias a sus investigaciones en el asentamiento General Benavides (nombre usado para disimular el de Ramón Castilla, el mismo que usaría para su investigación Hernando de Soto años después sin mencionar a Mangin), aseguraba: “Ningún futuro gobierno tendrá la fuerza suficiente para expulsar a los más de 200.000 invasores de tierra alrededor de Lima”. En 1967, afirma, en su ensayo “Latin American Squatter Settlements: a problem and a solution”, que “los asentamientos humanos representan una solución al complejo problema de la rápida urbanización y migración, así como la escasez de vivienda.
El problema es la solución”. Explica que “han organizado desde sistemas de agua privados hasta mercados, división del trabajo y grupos que recaudan dinero para comprar la tierra que habitan”. Añade que tienen “tribunales no oficiales para disputas menores”. Observa que “los asentamientos están formados abrumadoramente por familias pobres que trabajan duro y aspiran a salir adelante legítimamente”.
Su conclusión de hace 37 años, a partir del fenómeno que había estudiado, es impecable. Estas son las cuatro contribuciones que, según él, los informales estaban haciendo a la economía nacional: “inversión en vivienda y mejora de la tierra”, “mercado de trabajo”, “crecimiento de la pequeña empresa” y “un capital social intangible invertido en la formación de la comunidad”. ¿Y por qué esta economía promisoria no daba el gran salto? La razón es precisa: “Los reglamentos de zonificación y planificación impiden la expansión de la economía local”. Es decir: por culpa de las normas estatistas. Si los gobiernos de los años 50, 60 y 70 (en esa década aconsejó en Lima otorgar títulos de propiedad a los informales) hubieran prestado atención a estas macizas lecciones, el Perú sería otro. Lo mismo puede decirse de otros países latinoamericanos.
En los años 70, estudios “ninguneados” que hoy nadie cita dieron en el mismo blanco. Por ejemplo, “The evolution of the law in the barrios of Caracas” (La evolución de la ley en los barrios de Caracas), de Kenneth Karst, Murray Schwartz y Audrey Schwartz. En el África, el antropólogo Keith Hart, otro nombre recoleto, afirmaba respecto de Ghana, usando la palabra “informalidad”, lo que otros señalaban en América Latina. Cada generación vuelve a descubrir las mismas verdades, incesantemente. Algunos países aprenden a respetarlas. Otros, no.
Hace unos días, de paso por Nueva York, enterado de que no estaba muerto, como suponía, ubiqué a Mangin. Le agradecí lo que hizo por el Perú y le ofrecí disculpas por el silencio en que se guarda su nombre. “¿Por qué no le hicieron caso?”, le pregunté. Respondió: “Porque la izquierda creyó que yo era muy poco revolucionario y la derecha creyó que lo era demasiado”.
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