Washington, DC— Hace pocos días en Beirut, el líder druso Walid Jumblatt, cambió su apoyo al Primer Ministro, Saad Hariri, símbolo de los sunitas pro-occidentales y antisirios, por Najib Mikati, un empresario apoyado por Hezbolá que está dispuesto a hacer la vista gorda ante las evidencias de que el grupo chiita asesinó al padre de Hariri hace seis años. La movida hizo caer el gobierno y llevó a Mikati al poder. Jumblatt justificó su decisión con el argumento de que era necesario tener estabilidad a costa de la justicia.
Me he reunido con Jumblatt un par de veces en el Líbano y en Washington, y siempre me pareció lúcido con respecto a los problemas de su país. Su honrada declaración debe ser tomada en sentido literal: él y una parte considerable de la sociedad libanesa ha llegado a la terrible conclusión de que la coexistencia pacífica sólo es posible sacrificando a la justicia, es decir capitulando.
Traigo esto a colación a la luz de los tumultuosos sucesos de Egipto, Túnez, Yemen, Jordania y Argelia. Lo que estamos viendo desmiente la idea de que sacrificar la justicia trae la estabilidad. Esa ha sido la política de Occidente hacia Oriente Medio durante décadas. No obstante los retóricos pedidos de reforma democrática, Estados Unidos y Europa han respaldado y financiado a corruptas dictaduras árabes porque parecían un dique más sólido contra la gran ola del fundamentalismo islámico que cualquier alternativa.
Las dictaduras árabes, por supuesto, no lograron ni la justicia ni la estabilidad. El fundamentalismo siguió creciendo. En unos muy amañados comicios parlamentarios en Egipto, la Hermandad Musulmana logró un 20 por ciento de los escaños en 2005. Varios años antes, en una sociedad tunecina más secularizada, los fanáticos religiosos de En Nadah liderados por Rachid Ganuchi obtuvieron oficialmente el 17 por ciento de los votos la última vez que se les permitió participar, aunque la cifra real probablemente fue mayor. Y las primeras elecciones democráticas de Gaza las ganó abrumadoramente Hamas. Para no mencionar el fortalecimiento del fundamentalismo islámico en Arabia Saudita, donde la asfixiante represión no ha sido capaz de evitar que distintas redes dentro del reino proporcionen financiación así como apoyo ideológico y político a terroristas antioccidentales.
Más allá del mundo árabe, la disyuntiva entre estabilidad y justicia ha demostrado ser igualmente ilusoria. Una prueba reciente es Pervez Musharraf, quien, junto con el egipcio Mubarak, recibió miles de millones de dólares, armas y entrenamiento en la última década. Durante su régimen militar, el fundamentalismo islámico siguió creciendo en Pakistán y frustró gran parte del esfuerzo realizado por algunas instituciones paquistaníes contra los talibanes afganos y al Qaeda.
Mientras tanto, las noticias de los cambios que tenían lugar en el nuevo milenio fueron llegando a millones de personas, especialmente los jóvenes, en el mundo árabe. El lento ascenso de un gran número de árabes a la clase media baja por efecto de la globalización –que esas autocracias no pudieron evitar que se les colara por las rendijas— fue mucho más importante de lo que se percataron los observadores del exterior. Una generación de árabes que entendía claramente que la elección entre la estabilidad y la justicia es falsa cobró vida.
Ellos vieron con frustración cómo las naciones más libres y más modernas de la Tierra apuntalaban a sus dictadores porque las proclamas de libertad para el mundo árabe sonaban ingenuas frente a las prioridades mucho más urgentes del orden internacional. Pero ellos sabían mejor que nadie que la estabilidad era engañosa porque la aparente aquiescencia social que décadas de brutal represión habían conseguido se debía mayormente al miedo.
Los estadounidenses y europeos que creían que las únicas opciones en el mundo árabe eran los jeques lascivos y los generales asesinos, por una parte, y los medievales barbudos por otra, de repente han descubierto que hay miles –no: millones— de hombres y mujeres que no lucen tan distintos de los occidentales y hablan el idioma cívico y político de sus propias democracias. “Cuando la gente tiene voz, no have falta hacerse explosionar uno mismo,” declaraba un manifestante de 29 años al Washington Post el martes.
La historia de Occidente indica que la estabilidad sólo se produjo cuando se logró un mínimo de justicia. El orden pacífico se vio amenazado, en estas naciones, cada vez que una generación percibió que la justicia se erosionaba de alguna forma en nombre de la estabilidad. ¿Por qué nos sorprende que en otras partes del mundo sientan lo mismo?
(c) 2011, The Washington Post Writers Group
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