Arturo Valenzuela, Secretario de Estado adjunto de Estados Unidos para América Latina, acaba de declarar que declina la influencia de Venezuela en la región. Tiene razón. Se hunde, de manera evidente, el llamado Socialismo del Siglo XXI. Si hace cuatro o cinco años parecía que ésa sería la fuerza ideológica determinante en Hispanoamérica, comenzado el 2011 las señales que emite el Continente indican lo contrario. Los cinco países de esa cuerda política están en crisis.
Cuba, que es el cerebro del grupo y el faro ideológico, ha reconocido el fracaso de su sistema colectivista y trata de reemplazarlo por algo que llaman en la Isla el “modelo vietnamita”. Raúl Castro se propone mantener el control político y económico del país, pero autorizando la gradual creación de un tejido empresarial privado que mitigue los horrores del estatismo y aumente la raquítica productividad del país. Esa búsqueda de eficiencia incluye sincerar los precios y reconocer que el mercado es más competente que la planificación centralizada. Esta admisión de culpas y rectificación de rumbo deja al Socialismo del Siglo XXI sin referente ideológico. Chávez solía decir que Venezuela se desplazaba hacia el “mar de la felicidad” cubano. Cuando los pobres venezolanos lleguen a ese punto descubrirán que Cuba ya no está en el mismo sitio. Los cubanos navegan hacia el mar de la felicidad vietnamita.
Hugo Chávez ha perdido influencia en América Latina y, especialmente, en la propia Venezuela. Según Valenzuela, sólo el 30% de los latinoamericanos tienen una opinión favorable del chavismo. Es posible que, dentro del país, ocurra lo mismo, pese al control casi total de los medios de comunicación que Chávez posee. El pintoresco presidente, gran caotizador, se ha gastado en 12 años 950,000 millones de dólares –una cifra mayor que todos los ingresos del Estado a lo largo del siglo XX—, y lo que ha conseguido es poner en fuga a un millón de venezolanos laboriosos y educados, crear la sociedad más corrupta y peligrosa de América Latina, cerrar la mitad del parque empresarial y comenzar la haitianización de Caracas, mientras se crispan cada vez más las relaciones personales entre chavistas y antichavistas. En un país que era un modelo de cordialidad cívica entre adversarios, hoy se respira un profundo odio político que puede desembocar en un baño de sangre si alguna vez salta la chispa.
La popularidad de Evo Morales en Bolivia cayó estrepitosamente tras su fallido intento de subir el precio de la gasolina. El pueblo se lanzó a las calles y el gobierno se vio obligado a revocar el decreto. Como el mecanismo funcionó, se convirtió en una lección rápidamente aprendida por los bolivianos: ante cada medida de austeridad, comienzan las protestas. Puesto en esa situación, sin capacidad para ajustar la economía ni de poner fin a los subsidios, víctima de la demagogia populista a la que Morales era tan adicto cuando estaba en la oposición, el gobierno seguramente optará por imprimir moneda irresponsablemente para hacerle frente a las obligaciones del Estado. ¿Qué sucederá? Ocurrirá lo mismo que en el pasado: un proceso galopante de inflación que destruirá los fundamentos económicos del Estado Plurinacional de Bolivia, como hoy le llaman a ese desdichado país.
En Ecuador aumenta la resistencia frente a Rafael Correa ante su desmedido apetito de poder. Primero violó la constitución por la que fue electo y barrió el viejo parlamento para construir un Estado a su medida. Cuando lo logró, tras advertir que tampoco podía gobernar a su antojo, se ha dedicado a acosar a la prensa y a utilizar los tribunales para destruir a sus adversarios. Su aversión al capital nacional y foráneo ha creado el peor de los climas económicos posibles: el ahorro de los ecuatorianos se marcha al extranjero para ponerse a salvo de la corrupción y el mal gobierno, mientras los inversionistas internacionales no quieren oír hablar de Ecuador, especialmente tras el fallo de un tribunal contra Chevron, por el que multa con nueve mil quinientos millones de dólares a la compañía por unos supuestos daños ecológicos producidos en la selva entre 1972 y 1990, perjuicios que la compañía asegura que no han sido imparcialmente demostrados por peritos calificados, afirmando que se trata de una sentencia motivada por razones políticas.
Dejo para último a Nicaragua, el más pobre y atrasado de los países del Socialismo del Siglo XXI, cuyo gobierno sandinista, presidido por Daniel Ortega, sólo se sostiene por una razón: la incapacidad de los demócratas de la oposición para presentar un frente unido que le ponga fin. Bastaría con que los liberales tuvieran el patriotismo y el sentido común de presentar un candidato único a las próximas elecciones para sacar del poder a Daniel Ortega. Es una vergüenza que no lo hagan.
Publicado en “Firmas Press”
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