Debajo del asiento se veía un maletín de agarraderas remendadas, de aquellos que les daban en los años 80 a quienes salían en misión. Cada vez que el ómnibus caía en un bache, varios ojos lo miraban para comprobar que su contenido no se había derramado a través del zíper roto. Cerca de la carretera hacia el poblado de Candelaria, una patrulla de policía detuvo el viaje y ordenó a todos que bajaran con sus pertenencias. Al final del pasillo se quedó, junto a otras igual de huérfanas, la zurcida valija que de seguro una vez había estado en Europa o en algún país de África. Nadie hizo el mínimo ademán de tomarla.
Dos oficiales revisaron cada hilera y amontonaron en la escalerilla los bultos que ningún cliente reclamaba. Los abrieron sin mucho cuidado, cortando las esquinas, arrancando los broches, para dejar al descubierto esos productos que en esta Isla son más perseguidos que las armas o las drogas: leche, queso, langosta, camarones y pescado. Un perro pastor, entrenado en detectar mariscos, lácteos y carne de res, buscaba entre los bolsos que las personas habían llevado consigo hacia la cuneta, bajo el sol. “Todos van detenidos hasta que aparezcan los dueños de estos paquetes”, gritó uno con grados de mayor que comenzó a llenar el maletero del carro policial con las mercancías confiscadas.
Aunque en la estación les hicieron preguntas y amenazas por más de dos horas, no se pudo imputar delito alguno a los viajeros, pues no hubo forma de probar a quiénes pertenecían esos kilogramos de alimentos que de seguro iban a parar al mercado negro. Fue imposible relacionar aquellos maletines que viajaban “solos” con alguna persona. Extrañamente, los ómnibus que recogen el país van cargados con esas pertenencias que nadie quiere reconocer como propias. Valijas, jabas y cajas autónomas que sólo tendrán propietario si logran llegar a su destino, si alcanzan a pasar indemnes los puntos de control, las requisas y el olfato de los perros.
Publicado em “Generación Y”
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