Ir a trabajar el 25 de diciembre, tener clases el mismísimo día de Noche Vieja o estar en un trabajo voluntario mientras el año llegaba a su fin. Todo eso era posible en la Cuba del fervor ideológico y de los extremos ateístas, del falso ascetismo y la subestimación de las festividades, que nos llevaron a esas Navidades ausentes, grises, en voz baja. Las últimas semanas de 1980, 1983 o 1987, fueron tan repetidamente aburridas, tan idénticas en su falta de colorido, que se me mezclan en los recuerdos como una sola. Pasé varias de esas jornadas sentada en un pupitre, mientras en otras partes del mundo la gente compartía con la familia, abría los regalos, celebraba en la intimidad de sus hogares.
Tal parecía que las vacaciones de Navidad nunca más iban a establecerse en las escuelas cubanas, que los estudiantes sólo tendrían receso durante las celebraciones patrióticas o de corte ideológico. Sin embargo, poco a poco, sin anunciarse en ninguna parte ni aprobarse en nuestro peculiar parlamento, los propios alumnos comenzaron a recuperar esos feriados. Al principio, en cada aula sólo un tercio de la matrícula faltaba a la escuela por esos días, pero lentamente el virus del asueto comenzó a contagiar a todos. Las ausencias durante las últimas semanas del año se elevaron tanto en las escuelas que al Ministerio de Educación no le ha quedado más remedio que decretar hasta una quincena de pausa en las clases. Es de esas pequeñas victorias ciudadanas que ningún periódico reporta, pero que todos evaluamos como un terreno arrebatado a la falsa sobriedad que nos quieren imponer desde la tribuna.
Hoy, mi hijo Teo se ha levantado tarde, no irá a la escuela hasta el próximo año. Sus colegas llevan desde el miércoles sin presentarse en el preuniversitario. Verlo dormir hasta las diez, hacer planes para los próximos días de descanso, me ayudan a compensar mis aburridas navidades infantiles. Me hacen olvidar todas aquellas Noche Buenas que pasé sin percatarme siquiera que había un motivo para celebrar.
Publicado em “Generación Y”
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